Prácticamente contemporáneo del retablo dedicado a Santa Ana en la Catedral de Huesca (imagen inferior) ha de ser el retablo de santa Ana de los racioneros de la Catedral de Jaca, que ya en 1962 el historiador José María de Azcárate asoció con el anterior por la similitud de los grupos protagonistas.

Con toda probabilidad, el retablo oscense fue encargado hacia 1522 al escultor Damián Forment (Alcorisa, Teruel, hacia 1480 - Santo Domingo de la Calzada, La Rioja, 1540) por el canónigo Martín de Santángel, de familia judeoconversa, para presidir su capilla funeraria, donde mandó que se le enterrara.

Ambas piezas se relacionan y dialogan entre sí, aunque no para reforzarse la una a la otra, sino para oponerse, tanto en las formas de su mazonería (en Jaca son todavía tardogóticas y en Huesca ya decididamente renacentistas) como en los discursos: el de Jaca tiene un carácter plenamente sacramental, un sentido que no resulta claro en el de Huesca.

Como hasta ahora no se dispone de dataciones precisas, no se sabe con certeza cuál de los dos inicia la exposición y cuál replica. La Santa Ana de Jaca tiene en el halda una cesta de variados frutos de la que el Niño toma unas manzanas, y los santos de las calles laterales ratifican su misión salvadora: el docto San Jerónimo, como haría un polemista cristiano, lee e interpreta las escrituras referentes al Mesías y Santa Elena acredita de manera muy especial la entrega de Cristo por la humanidad, al presentar la cruz, hallada por su iniciativa, y otras arma Christi. En la predela, una mártir -Santa Orosia, patrona de Jaca, según María del Carmen Lacarra-, San Miguel -vencedor del demonio con forma de dragón-, San Juan Bautista -testigo del agnus Dei-, Santa Catalina de Alejandría -mártir defensora- y, en el centro, la Quinta Angustia contribuyen a exponer y defender frente a sus opositores (en el guardapolvo hay aves, probablemente judías) a Cristo como salvador de la humanidad gracias a su sacrificio.

Situada a los pies del templo catedralicio, el retablo de Jaca tiene acceso desde un arco apuntado abierto en el muro del lado de la epístola y fue lugar de culto para los racioneros de la catedral. Se cubrió con bóveda de crucería estrellada a inicios del siglo XVI y se decora con un retablo coetáneo de transición entre el gótico y el renacimiento.

El trono de honor lo ocupa el grupo de Santa Ana con la Virgen y el Niño, una iconografía también conocida como Santa Ana Triplex. Hablamos de una escultura de dulce naturalismo y expresivos rostros que simboliza las tres generaciones del ser humano. No existe la proporción en las tres imágenes: Santa Ana -en posición sedente, sosteniendo el cesto de frutas-, es de mayor tamaño, la Virgen más pequeña y el Niño se representa en relación a María, de modo que se consigue realzar la importancia de Santa Ana.

A pesar de que Santa Ana es una figura prácticamente desconocida en las Sagradas Escrituras y los Evangelios Apócrifos, su representación tendrá una gran importancia en la historia del arte. Su iconografía más habitual será acompañada por la Virgen y el Niño, enseñando a leer a María o en relación con la Sagrada Parentela, además del encuentro con San Joaquín ante la Puerta Dorada. Estas representaciones surgen sobre todo a partir del siglo XIII, momento en el que se incrementa el culto a Santa Ana gracias a los franciscanos, firmes defensores de la doctrina de la Inmaculada Concepción, lo que redunda en un auge en el culto de la madre de María. A partir de este momento, comienzan a surgir las cofradías dedicadas a Santa Ana y diferentes gremios la adoptan como patrona.