NUEVA OBRA DE ANTONIO YUSTE NAVARRO

Enrique Centeno González (17/06/2012)


 

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Es cosa propia de los artistas en formación que el impulso de la juventud, impaciente por cincelar su nombre en la superficie de los tiempos, dirija las intenciones del creador en múltiples direcciones, rebuscando entre los distintos registros un hueco en el que empezar a modular una voz que pueda reconocer como propia. Desde esta perspectiva no puede dejar de sorprender la evolución del artista ciezano Antonio Jesús Yuste Navarro y la firmeza con la que va construyendo su personalidad artística, haciendo que cada obra suponga un claro paso adelante sin dejar de afianzar sus señas de identidad.

En esta revisitación de la popular iconografía de Jesús Nazareno, realizada para la Parroquia de San José Obrero de Yecla (Murcia), Yuste Navarro avanza en el sendero de profundo dramatismo que viene caracterizando su obra cristífera. Y es algo que no deja de sorprender considerando que se trata de imágenes que germinan en plena huerta murciana, a escasos metros del viejo Segura. No es esa una tierra que haya cultivado este tipo de emoción, al contrario, lo suyo ha sido más bien evocar siempre los modelos de beldad helénica y romana, bien sea a través de la dulzura barroca impuesta casi tiránicamente por la escuela de Salzillo, o bien a través de un naturalismo más de nuestro tiempo como el que cultivaron González Moreno o el propio Hernández Navarro, maestro de nuestro artista. Yuste Navarro, en cambio, no ha tenido ningún reparo en nutrir su mirada de artista con la referencia de ciertas pautas de la expresividad pasional descarnada propia de otras latitudes para reinterpretarlas desde la óptica que al escultor le es naturalmente más familiar, que es la clásica mediterránea. Un ejercicio comparable, mutatis mutandi, al que hizo en el siglo XVIII Luis Salvador Carmona desde el corazón de Castilla la Vieja, pero de sentido, claro, justamente contrario. El resultado supone para el autor un hallazgo estilístico en el que madura su ya perfectamente reconocible caligrafía escultórica.

Con la obra inmediatamente anterior, el Nazareno de la Mirada de Monteagudo, (puesto tercero en la VI edición del premio de La Hornacina) se pueden establecer muchas concomitancias, empezando por esa estructura morfológica de la cabeza, de extraordinaria riqueza de volúmenes y que delata ya indefectiblemente la mano de su autor. Pero más allá de esas coincidencias formales, hay algo en esta cabeza que no estaba en aquella imagen, algo que cambia drásticamente el signo expresivo y comunicador del rostro. Un aura regia e imponente que es difícil ubicar en un rasgo o propuesta técnica concreta, pero que claramente difumina la delicadeza del anterior Nazareno y la sustituye por un poderoso discurso de la divinidad que sobrecoge al espectador, transmitiéndole de forma mucho más nítida la proximidad de algo que lo supera, de algo que es mucho más que la recreación de un cuerpo que sufre. Si se me permite la dura expresión, lo resumiría diciendo que aquel Nazareno era más Hombre y este, es más Dios.

Por lo demás el rostro combina la exquisitez formal con la transmisión de emociones, de forma que cada recurso empleado cumple con esa doble finalidad. Una gota de sangre que cae desde la frente recorriendo el rostro hasta superar la mejilla supone un elemento de afilado patetismo, naturalmente, pero a la vez sirve para subrayar los perfiles de la obra, marcando las cuencas oculares y el hueso del pómulo. La policromía, en la que nuestro artista ha alcanzado un dominio extraordinario, subraya también las virtudes de modelado de la obra a la vez que cierra ese gran relato del dolor trascendente que resume el rostro, enmarcado por unos cabellos en los que Yuste Navarro ha querido entretenerse sin regatear horas de gubia y sin permitir que lo caligráfico supere una naturalidad compositiva bien planificada.

La mórbida calidez de la boca se combina con la potencia arrolladora de unos ojos que formulan una mirada concreta, que no se pierde en el infinito sino que está dirigida al espectador, al que ofrece su profunda tristeza. Y esa es la sugerencia que ofrece el rostro del Nazareno: comparto contigo mis padecimientos, háblame ahora de los tuyos.

En realidad toda la composición de la imagen, con su leve contrapposto, incide en la misma idea: la de hacer un alto en la Pasión para atender al fiel que acude en su busca. Así la cabeza se vuelve trazando un arco desde las manos, que el artista recrea con sabiduría anatómica pero sin crispación, dejando que el drama recaiga sobre la soga que las amarra. Los pies, por su parte, presentan algunos detalles narrativos que son muy del gusto del autor, tales como la uña ennegrecida el dedo que se levanta atravesado por un espino caído del camino, detalles que no se limitan a lo anecdótico sino que enfatizan la circunstancia de que lo recreado no es un pasaje mítico sino uno concreto y cierto de la Historia.

Es quizá por ello, en suma, por lo que las obras de Yuste Navarro resultan tan magnéticas e intensamente devocionales: porque no esconden su intención catequética, porque siempre quieren recordar al fiel que el Dios de los cristianos no es uno que está allá en lo alto y al que solo se puede llegar por la mística o la ascética, sino que es un Dios que fue Hombre, y que sintió y padeció como los hombres para terminar compartiendo con él lo más terrible de nuestra condición, que es la muerte.

Como sucede en los últimos tiempos con cada nueva obra de Yuste Navarro, este Nazareno no solo supone una espléndida muestra de sus cualidades artísticas sino que deja planteadas unas elevadísimas expectativas a las que el artista murciano deberá enfrentarse en sus próximos trabajos.

 

Nota de La Hornacina: acceso a la galería fotográfica de la obra a través del icono que encabeza la noticia.

 

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