CLANDESTINOS O EL OPIO DEL PUEBLO
Jesús Abades
Sería ingrato por mi parte no reconocer que los mundiales de fútbol aportan fama y dinero a los países que los organizan. Hay casos en los que podríamos hablar hasta de un antes y un después a raíz del acontecimiento. Incluso, más allá de la alegría que suscita el futboleo, algunos mundiales sirven para que los más negados en geografía localicen la nación anfitriona en el mapa, pues para ellos (sin señalar) lo mismo España es una república asiática que Uruguay un principado perdido en cualquier esquina de los Balcanes, entresuelo derecha.
Sin embargo, ante tanta panda delirando con el balón, no puedo evitar que los malos sueños se presenten, y ya me imagino, en un futuro cada vez más cercano, a los cuatro herejes a los que el resultado del mundial nos importa un pimiento, viviendo en la clandestinidad, en túneles subterráneos como el proletariado de la clasista Metrópolis de Fritz Lang, lejos de una superficie inundada de emblemas de la FIFA, canorros con look a lo Cristiano Ronaldo, ruinas de la Cibeles y demás monumentos-diana, y brazos en alto ante las estatuas de Fernando Torres.
España es, junto con Argentina, Italia y Brasil, la meca del deporte rey (a los hooligans ingleses no los meto porque me refiero a la especie humana) y si a eso le sumamos que vivimos en una sociedad "granhermanizada" (en sabias palabras de mi gurú José Luis Sampedro) en la que las salidas de tono de Belén Esteban despiertan el entusiasmo popular, casi mejor que los nuevos barrios se construyan como una gigantesca serie de edificios-estadios, en los que cada uno, tumbado en un saloncito diseñado como una grada animada por Manolo el del bombo, podrá solazarse las 24 horas del día con las retransmisiones de los partidos mientras, entre descanso y descanso, escucha a Jorge Javier Vázquez incitando a sus colaboradores a despellejarse empleando cortaúñas y boas de plumas.
El fútbol es el nuevo opio del pueblo, y los españoles, con nuestro enganche de tercer grado, vivimos estos días abducidos por lo que sucede en Sudáfrica. Una lástima que no estuviésemos la mitad de atentos hace unos años a la sede del Mundial 2010, donde, por infausta herencia de un puñado de ingleses (antepasados, seguramente, de los mencionados hooligans) la gente de raza negra, habitantes de un continente donde son inmensa mayoría, malvivía marginada en las peores zonas, sin igualdad para casi nada y solicitando permisos hasta para ir al lavabo.
Aunque he decidido darme ánimos para sobrellevar el clímax del dichoso deporte, y pese a ser de natural optimista, miro a mi alrededor y tengo que tomar aire para no caer en el desaliento: la reforma laboral socava la moral, el anuncio de huelga general para finales del verano se ve preocupante, el mes que viene nos sube a todos la fiebre con el IVA y encima estamos en el centenario de Miguel Hernández, cuya biografía, la de un genio perseguido por la mala fortuna y la legendaria intolerancia ibérica, me provoca casi tanta vergüenza como la del Apartheid sudafricano que todavía, aunque debilitado, sigue coleando. El horizonte oscuro gana de momento por goleada.
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