LA OBRA DE ANTONIO LEÓN ORTEGA (I)
JESÚS DE LA PASIÓN (AYAMONTE - HUELVA)

Sergio Cabaco y Jesús Abades


 

Con motivo del Centenario del nacimiento del escultor Antonio León Ortega
les ofrecemos en el portal un repaso a su prolífica trayectoria artística

 

 

A lo largo de cuarenta y siete años de trayectoria artística, la obra de Antonio León Ortega (1907-1991) constituye un ejemplo de plástica escultórica que, sabiamente, supo aprovechar las fórmulas sevillanas y castellanas de su aprendizaje, adaptándolas a una estética que no sólo no desdeña los métodos empleados en las escuelas clásicas de escultura del siglo XVII, sino que los asimila completamente y les añade influjos levantinos; no limitándose, como la mayoría de sus contemporáneos, a plasmarlos de nuevo aportando toques personales de originalidad, sino que los reinventa, tamizándolos a través de su característico sello.

En el caso del ayamontino Nazareno de Pasión (1942), criba las inmortales fórmulas de Martínez Montañés y nos ofrece una composición que traslada el universal lenguaje escultórico del jiennense a sus cánones personales, en una fusión tan armónica que muchos la han calificado como la pieza maestra de su autor.

El Cristo, de rostro abatido pero sereno, desfila el Miércoles Santo por las calles ayamontinas. En su vaporoso caminar adelanta la pierna izquierda, soportando la misma el peso de su cuerpo y de la cruz, mientras levanta sutilmente el talón derecho, apoyando sólo los dedos de los pies para continuar ingrávido su andadura. Las facciones semíticas, recias y viriles, no representan a un joven de apolínea belleza, sino a un maduro miembro de la raza judaica, humillado por el escarnio. El demacrado semblante presenta los ojos semicerrados y circundados de pronunciadas ojeras, las mejillas descarnadas y los labios resecos por el suplicio.

Cabellera y barba aparecen partidas a dos aguas y modeladas mediante ensortijados bucles que, a pesar de su proyección hacia delante, dejan despejados el rostro y la oreja izquierda. La nariz es aguileña y los pómulos, muy salientes, no presentan contusiones equimóticas, a diferencia de la frente, lacerada por la corona de espinas. Las cetrinas carnaciones se ven manchadas por finos hilos de sangre que apenas atraviesan los arcos superciliares. Al portar la cruz sobre el hombro izquierdo, ladea la cabeza hacia la derecha, con la consiguiente contracción del esternocleidomastoideo izquierdo. La mirada, muy baja, permanece fija, abstraída de la cruda realidad, y las manos, grácilmente gubiadas, apenas rozan la tosquedad arbórea del cilíndrico madero.

La imagen mide 165 cm de altura. Posee un cuerpo anatomizado bajo la túnica con que suele cubrirse. La complexión sin perder esbeltez, es más robusta de lo habitual en su autor. Presenta un torso enjuto, con los músculos pectorales y deltoides tensos, como consecuencia del lastre que carga sobre su espalda. Se observa también la contracción de los músculos abdominales bajo el marcado arco condrocostal, y de los cuádriceps y gemelos en las piernas, sobre todo en la izquierda, que como hemos mencionado supone el punto de apoyo del avance. Los brazos se hallan articulados bajo los hombros y a la altura de los codos. Salvo las descarnadas rodillas, moderadas heridas y unos latigazos sobre la espalda, no incide en detallismos del martirio. Como paño de pureza, lleva un lienzo escueto y anudado al centro que deja ver parcialmente la zona pelviana.

Fue restaurado en 1990 por José Vázquez Sánchez, discípulo de Sebastián Santos, quien inyectó cola en zonas de ensamble despegadas, introdujo nuevas espigas de madera -algunas, de madera de encina-, resanó la carcomida peana y los pies de la imagen, y restañó la policromía en las zonas donde se había desprendido.

Recibe culto en la Parroquia de Nuestra Señora de las Angustias. La talla mariana de su hermandad, la Virgen de la Paz, es una Dolorosa labrada también por León Ortega (1946) que presenta notables semejanzas con otra creación suya sobre el mismo tema: la Virgen del Amor de la cofradía onubense de las Tres Caídas (1949).

 

 

Fotografías de Sergio Cabaco

 

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