EL ECCE HOMO DE CIEZA
Texto y fotografías de Juan Fernández Saorín
Aunque los evangelistas Mateo, Marcos y Juan relatan esta escena, sólo éste último es el que hace referencia a las palabras utilizadas por el procurador Poncio Pilatos: “Salió entonces Jesús fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Díceles Pilatos: Aquí tenéis al hombre.” (Jn 19, 5).
Desde finales del medievo, pero muy especialmente a partir del siglo XV con el teatro de los Misterios, es cuando la iconografía del Ecce Homo comienza a ser representada en el arte y a tener gran repercusión popular hasta tal punto que hoy en día, prácticamente, no se concibe una Semana Santa sin este tipo iconográfico, que se suele representar con Jesús de forma solitaria, como imagen de devoción, o de forma narrativa formando parte de un grupo escultórico. González Moreno lleva a cabo ambas representaciones; en la primera, la imagen del Ecce Homo que voy a tratar, y en la segunda, el grupo escultórico que realizara para Jumilla.
En 1973 desfila por primera vez en Cieza la última de las obras que González Moreno ejecutó para la Perla del Segura. Con anterioridad ya lo habían hecho la Virgen del Amor Hermoso, la Virgen de los Dolores, el Cristo de la Agonía, la Soledad del Convento, la Virgen del Buen Suceso, María Santísima de la Soledad, el Amarrado a la Columna para el paso de La Flagelación (todas ellas en la década de los 40) y la Aparición de Jesús a María Magdalena (el año anterior al Ecce Homo). Siendo un total de 10 imágenes (9 pasos) las que Cieza posee del que pudiera ser considerado como el escultor más brillante del siglo XX.
Es cierto que la llegada del Ecce Homo a Cieza no suscitó un gran entusiasmo, más bien al contrario, el rechazo fue más firme del que muchos pudieran imaginar y todo ello pese a que un año antes González Moreno entregó para Cieza La Aparición de Jesús a María Magdalena, siguiendo idénticos cánones estilísticos que aquella, cánones que no acababan de ser digeridos por aquellos que consideraban lo salzillesco como algo inviolable, teniendo en cuenta que ese mismo año, 1973, llegan a Cieza las nuevas imágenes de “La Caída” de José Sánchez Lozano (Señor y Simón de Cirene), el último de los más grandes seguidores de la obra de Salzillo.
González Moreno consigue con el Ecce Homo ciezano una de sus obras más recogidas e intimistas, pues ya adentrado en el más puro clasicismo que actúa como autosugestión crea una imagen de Jesús mayestática, serena, reflexiva y plena de espiritualidad. El maestro pretende llegar, con esta representación, más allá de las ataduras de la soledad de ese amargo momento y del peso de la resignación y del sentimiento de abandono y olvido, pues esa profunda y cautivadora mirada hacia lo infinito enfatiza la dicotomía entre la vida y la muerte, aparentando una controversia interna entre lo humano y lo divino, consiguiendo la expresión de una angustia aceptada con gran sosiego. Esta lucha espiritual entre lo humano y lo divino la logra González Moreno con gran astucia, obteniendo una atmósfera en torno a la imagen de pausado misticismo, en la que hábilmente equilibra tragedia con ternura.
González Moreno presenta a Jesús en soledad, en el momento de la Ostentatio Christi , aguardando con impavidez su sentencia de muerte y recibiéndola con aplomada serenidad, impropia de una persona humana.
Pese a recibir un terrible castigo, González Moreno muestra a Jesús como presagio de la resurrección, exento de dramatismo sufriente, un Jesús que ha vencido al dolor y que va a vencer a la muerte. Su mirada perdida, abstraída, es símbolo de amor perpetuo hacia todos y nunca de repudio a nadie, su boca entreabierta deja escapar el aliento que da sustancia a nuestra fe y nunca al desprecio, al olvido, a la muerte. Su rostro es limpio, resplandece de belleza, una belleza idealizada en la belleza femenina que tanto le cautivara y que tanto llegó a representar, pero que, sin embargo, acaso sus marcados pómulos resaltan su semblante varonil. Sus pulidas facciones no se han visto alteradas por el sufrimiento y dolor de la flagelación. Su túnica púrpura cubre el hombro derecho dejando al descubierto tres cuartas partes del torso, mostrando una refinada anatomía altamente realista, de gran morbidez y resuelta con gran habilidad técnica pues la apariencia de auténtica carne recubierta de piel hace creer que los dedos se puedan hundir al tacto.
Como corresponde a su iconografía lo presenta coronado de espinas; una corona de espinas dorada y tallada sobre el propio bloque craneal, y sobre la que cae un bello mechón. La barba y el cabello han sido tratados con exquisita simplicidad y una elegante melena cae sobre la nuca y la clámide. Su túnica se recoge sobre los dos brazos al tiempo que cae por su propio peso con extrema elegancia en pliegues rectilíneos dotando a la imagen de un aspecto puramente clasicista de concepción naturalista en la que, sin embargo, realiza suspensiones, quietudes, en las caídas de los pliegues dando la sensación de ingravidez pese a la pesadez del lienzo. Utiliza una austera policromía para la clámide, sólo rota por un escueto estofado en los bordes. Sus manos, maniatadas con un cordel dorado y aparentemente relajadas y talladas de forma primorosa, resaltan la serenidad que irradia la imagen, pese al crítico momento. Entre el cuerpo y las manos sostiene una caña también dorada entregada por sus verdugos, como cetro real, tras la flagelación y en señal de burla y humillación.
La obra es todo un alegato en torno a la simplificación de formas y volúmenes, consiguiendo, al igual que hiciera con la magnífica Soledad de los pobres marraja, realizar una imagen de talla completa como si de una imagen de vestir se tratara, es decir, una obra en la que toda la fuerza expresiva de la imagen radica en la cabeza (especialmente en la mirada) y en las manos, culminando el personal estilo que consiguiera establecer desde los años 50 y es que González Moreno no necesita de alardes teatrales y dramáticos barroquizantes para llegar a consternar a quien contemple este Ecce Homo.
En mi opinión, ahí radica el mérito de esta extraordinaria obra, que es capaz de hacer sentir piedad, misericordia, compasión… lográndolo con extrema sencillez y simplicidad, pues además, es capaz de aunar en ella la sobriedad y austeridad castellana, la elegancia clasicista y la dulzura y delicadeza levantinas, con un sello personal original demostrando con ello la extraordinaria destreza y refinamiento técnicos que llegó a alcanzar.
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