EL ENTIERRO DEL CONDE DE ORGAZ
Jesús Abades e Hilario Pinal
Pese a que nunca ostentó el título de conde, la figura de Gonzalo Ruiz de Toledo, Señor de Orgaz y Notario Mayor del rey Sancho El Bravo, ha pasado a la historia con tal distinción nobiliaria debido al famoso lienzo pintado en el año 1586 por el cretense Doménico Theotocópuli (El Greco) con destino a la capilla sepulcral del referido personaje en la iglesia toledana de Santo Tomé. El cuadro, que mide 460 x 360 cm y se halla pintado con técnica oleosa, fue encargado por el párroco Gonzalo Ruiz, tras haber salido airoso de un pleito con los vecinos de Orgaz, los cuales habían desobedecido las mandas testamentarias de su señor, quien había fallecido en el año 1323 imponiéndoles unas rentas anuales, monetarias y en especies, para sustento del clero y los pobres atendidos por la parroquia. El precio convenido fue de 1.200 ducados, que El Greco cobró tarde y mal, firmándose el contrato en las vísperas de la festividad de San José y entregándose la obra en Navidades. La iconografía del lienzo se halla a medio camino entre lo terrenal y lo divino y tiene su origen en una piadosa leyenda que afirmaba que, durante el sepelio del noble, los santos Agustín y Esteban bajaron del cielo para depositar ellos mismos el cadáver en la tumba, mientras pronunciaban las palabras "Tal galardón recibe quien a Dios y a sus santos sirve" ante el concurrido duelo. Gran parte de la mitad inferior es, por tanto, una impresionante galería tenebrista de pálidos rostros, hieráticos y enmudecidos ante el suceso, que resaltan sobre el fondo oscuro. La expresión de asombro apenas se trasluce en los brazos levantados y las manos crispadas de algunos de los inmortalizados, entre los que se ha creído ver los retratos de celebridades como Don Juan de Austria, Diego de Covarrubias y el propio autor de la obra. |
Delante de la comitiva fúnebre, San Agustín, representado como anciano obispo, sostiene la espalda del fallecido, mientras el protomártir San Esteban figura como joven diácono que sostiene las piernas del lívido noble. Ambos lucen ricas vestiduras sacerdotales, al igual que el oficiante del rito. Junto a los santos, un niño sosteniendo una antorcha, que no es otro que Jorge Manuel, hijo de El Greco, introduce la escena al espectador, siendo el único personaje del cuadro, junto con el presunto retrato paterno, que lo contempla directamente. Por el contrario, la mitad superior de la pintura se nos presenta como un colosal rompimiento de gloria con la figura de Cristo representada como Justo Juez bajo la intercesión de María y un implorante San Juan Bautista, que aparecen bajo sus plantas. Todo se halla concebido con gran dinamismo y ampulosidad de formas sumamente estilizadas, donde también tienen cabida la figuración de un gran número de bienaventurados y personajes bíblicos como Moisés, David, Noé o San Pedro sosteniendo las llaves del firmamento. Pero es en el tránsito entre el mortecino funeral y la ostentosa divinidad donde hallamos el detalle más sugestivo y extraordinario del lienzo, tomando la forma de un ángel de ambiguas facciones que, impulsado por fuerzas invisibles, se dispone a introducir en el cielo, a través de dos nubes cuyos extremos adoptan una curiosa forma uterina, el alma del difunto, representada a modo de nasciturus, para que tenga lugar su renacimiento divino una vez sea presentada por la Virgen, que se muestra en actitud de recogerla, ante el Juez de vivos y muertos. Todo ello se cristaliza en la más sublime creación de El Greco y una de las grandes obras maestras que ha dado la pintura universal. Tan rica en matices pictóricos como en contenidos simbólicos, su ejemplaridad y perfección fueron definidas por Cossío como la página más sustancial y penetrante de la pintura española. |
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