LA ERECCIÓN DE LA CRUZ, DE PETER PAUL RUBENS
Miguel Morán Turina
Pintado para el altar mayor de la Iglesia de Santa Walpurgis (1610) y actualmente en la Catedral de Nuestra Señora de Amberes, este retablo debía tener la estructura de un tríptico en el que se contuvieran las imágenes de determinados santos -Amando, Walpurgis, Eligio y Catalina- y algunos episodios milagrosos de su vida; era ésta una estructura que, aunque resultaba ya muy anticuada para un artista venido de Italia, seguía siendo la tradicional en los retablos de los Paises Bajos, sin embargo, esta circunstancia no le supuso ningún tipo de problema al pintor, ni formal ni iconográfico.
Desde el punto de vista iconográfico porque relegó el tema de los santos locales y de sus milagros a la parte exterior de las alas y a la predela, reservando todo el espacio interior para el muchísimo más importante de la Pasión de Cristo, con lo que se atenía escrupulosamente a las directrices de Trento. Y desde el punto de vista formal porque consideró el tríptico abierto como una sola superficie pictórica en la que la composición se desarrollaba ininterrumpidamente, a pesar de los cortes que suponían los marcos de las puertas y cuya unidad se prolongaba, a través de la mirada de Cristo dirigida hacia lo alto, al grupo del Padre y los ángeles que remataban el retablo.
Aún tratándose de una composición perfectamente unitaria, cada una de las partes del retablo tiene una cierta independencia de acción y de intensidad psicológica: el ala izquierda es una zona en la que apenas hay el más mínimo movimiento y en el que las figuras que la ocupan expresan un dolor profundo pero contenido; por el contrario, el ala de la derecha, dominada por el fuerte movimiento del caballo y cuyo tema son los preparativos para la Crucifixión de los Ladrones, es un espacio de enorme tensión y violencia tanto física como emocional.
Por otra parte, el movimiento y la tensión física que irradia este panel se encuentra tan íntimamente vinculada a la parte inferior de la tabla central -dominada por los esfuerzos hercúleos desarrollados por los sayones para elevar la cruz- como el intenso dolor contenido de la Virgen -no desplomada sino en pie, soportando estoicamente su sufrimiento, como pedía la iconografía contrarreformista- y San Juan sumándose al que irradia de la mirada que dirige Cristo al Padre.
Una mirada y un rostro, los de Cristo, que evocan inmediatamente la memoria de aquel otro gran personaje sufriente, Laocoonte, cuyo gesto había estudiado minuciosamente Rubens durante su estancia en Roma.
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