LA EVOLUCIÓN DE LA ESCULTURA DE CRISTO
CRUCIFICADO EN ESPAÑA. BARROCO
Sergio Cabaco y Jesús Abades
Si en la etapa renacentista la iconografía de Cristo Crucificado adquiere gran importancia como imagen del cristianismo, símbolo de la redención, ejemplo de imitación, fuente de estudio y adoración para la Iglesia y sus fieles, es durante el periodo barroco cuando más desarrollo expresivo alcanza.
El arte barroco, según Camón Aznar, ya no sólo concibe el cuerpo de Cristo como suma de todas las bellezas y como modelo de la armonía del universo, sino que anima esa plenitud de belleza formal con las expresiones más arrebatadas y con los matices emotivos de más exhalante intimidad. Figura primordial en la conformación de la escultura barroca en Europa es el napolitano Gian Lorenzo Bernini (1598-1680), en cuya obra se conjugan los ecos de las aportaciones de Miguel Ángel Buonarroti con una marcada tendencia hacia la expresividad y el dramatismo.
España es el país donde los preceptos barrocos alcanzan su mayor expresión, girando siempre en torno a dos circunstancias: la difusión de los valores de la Contrarreforma y el origen popular de los encargos, dada la ausencia de pedidos oficiales. Las tres principales escuelas escultóricas del XVII están en Valladolid, Sevilla y Granada, mientras que en el XVIII alcanza gran protagonismo la zona murciana, gracias a las creaciones salzillescas.
En Valladolid, al igual que sucede en el resto de los centros escultóricos del país, parte de los Crucificados son creados para los pasos procesionales que gozaban de gran predicamento popular. Ello supone el cambio de imágenes de culto a imágenes de procesión, más cercanas a los fieles, para lo cual se toma el dramatismo como rasgo principal y se acentúan las expresiones de humanización.
El gran escultor de la escuela vallisoletana es el lucense Gregorio Fernández, llamado también Gregorio Hernández en algunos documentos. Sus inicios artísticos estuvieron influenciados por el manierismo, siendo decisiva la influencia de Francisco del Rincón, en cuyo taller trabajó entre los años 1600 y 1605. Rincón es autor del Cristo de los Carboneros y del Cristo de la Elevación de la Cruz, ambos en Valladolid y todavía bastante encorsetados dentro de los esquemas estéticos del último tercio del Quinientos.
A partir de 1612, Gregorio Fernández comienza a ofrecer un modelado de los volúmenes más apasionado y menos simplificado, así como una policromía que refuerza la expresividad de las figuras. Dos de sus mejores creaciones sobre el tema de Jesús Crucificado son el Cristo de las Benedictinas de San Pedro de las Dueñas (León) o el Cristo de la Luz de Valladolid, ambos de gran patetismo y dotados de un gran sentido del naturalismo, para lo cual el autor suele llevar a cabo un gran desarrollo de los elementos postizos: ojos de cristal, dientes de marfil dentro de la desencajada boca, uñas de pies y manos de cuerno, y corcho en los copiosos regueros de sangre que parten de las abiertas llagas del costado, manos y pies.
En la escuela sevillana podemos distinguir dos corrientes artísticas a lo largo del siglo XVII: la primera mitad es la etapa del primer realismo que anuncia el barroco, conservándose aún ciertos resabios manieristas que fueron conocidos como tardomanierismo escultórico; por su parte, la segunda mitad nos trae un estilo plenamente barroco que fue conocido como barroco dinámico, hecho con gran intensidad para impresionar los sentidos del espectador.
Cabeza de serie del primer periodo es el jiennense Juan Martínez Montañés, cuyo arte, al igual que Gregorio Fernández, se rigió en un principio por las premisas manieristas, hasta que se produce un giro hacia el barroquismo con la ejecución del Cristo de la Clemencia de la Catedral de Sevilla, crucificado por cuatro clavos y concebido para ser contemplado de rodillas, a su derecha, con el fin de entablar un diálogo entre la imagen y el fiel a través del rezo. El jiennense renovó la iconografía de Jesús Crucificado con dicha obra maestra, de la que derivarían las versiones posteriores de discípulos como el cordobés Juan de Mesa y Velasco (Cristo de la Misericordia en Bergara), el cual acabó desligándose de los preceptos montañesinos para instaurar un canon más dramático, realista y conmovedor.
En el segundo periodo, resulta decisiva la influencia del flamenco José de Arce, autor del Santo Crucifijo de Jerez de la Frontera, en la configuración de ese barroquismo tan movido y teatral. Principal receptor de sus maneras es Pedro Roldán, aunque la mejor obra de estas décadas es el Cristo de la Expiración (Cachorro) del utrerano Francisco Antonio Gijón, quien recurre a la hipnótica impresión de agobio, íntimamente relacionada con la culminación catártica, para provocar la exacerbación dramática en el barroco sevillano.
La riqueza de las policromías y unas fórmulas resolutivas verdaderamente revolucionarias convirtieron al polifacético Alonso Cano en el más inspirado creador de la escuela de Granada. Sus Crucificados pictóricos se caracterizan por la belleza, la sensualidad, la delicadeza en la composición y el profundo sentido escultórico. A las otras dos grandes luminarias del foco granadino, José de Mora y José Risueño, se les debe el Cristo de la Misericordia y el Cristo del Consuelo, respectivamente; en el primero, la innovadora encarnadura a pulimento muestra tonos hueso y marfil, prescindiendo casi totalmente de los efectos sanguíneos, mientras que en el segundo, también muy delicado, se emplea lienzo encolado en el perizoma para potenciar el realismo.
Respecto a la figura del murciano Francisco Salzillo, activo ya en pleno siglo XVIII, casi podríamos definirlo como el Francisco de Goya de la imaginería española, ya que, aún continuando con una arraigada tradición escultórica, creaciones suyas como el Cristo de la Agonía o el Cristo del Facistol ofrecen una personalidad tan abrumadora que lo hacen un caso aparte dentro de un periodo muy dado a recrear modelos de la centuria anterior, no escaso de calidad pero sí de creatividad. La influencia italiana en sus obras provoca la acentuación de la teatralidad, el movimiento y los efectos de luces y sombras, algo que, en opinión de varios expertos, lo acercan más al rococó que al barroco en sentido estricto. Sin embargo, no hay que olvidar la frialdad neoclásica que ejerció en algunas ocasiones, fruto del eclecticismo estético que sufrió el arte hispano del Setecientos.
No queremos finalizar sin destacar la efigie del Cristo de los Desamparados que realizó para Madrid el granadino Alonso de Mena, artista dado a un profundo dramatismo en sus creaciones pasionistas que alcanzó su cenit en este simulacro de Cristo agonizante en la cruz. Por último, mencionar también al Cristo de Lozoya de la Catedral de Segovia, soberbia obra de gran pureza de líneas labrada por el escultor portugués Manuel Pereira, casi tan peculiar en sus creaciones como Salzillo. Otras versiones del tema realizó Pereira para ciudades como Madrid o Lisboa.
FUENTES: RUS TABERNERO, Lucía. Evolución Iconográfica de la Imaginería del Crucificado en España, Córdoba, 2004; CAMÓN AZNAR, José. La Pasión de Cristo en el arte español, Madrid, 1949; BERNALES BALLESTEROS, Jorge y Federico GARCÍA DE LA CONCHA DELGADO. Imagineros andaluces de los siglos de oro, Sevilla, 1986.
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