NUEVAS OBRAS DE ELÍAS RODRÍGUEZ PICÓN

30/10/2016


 

Galería de Fotos

 

Bajo el velo del Mal

Bajo el velo es un proyecto que Elías Rodríguez Picón comenzó hace un año para plasmar una visión de los estados de la vida humana a través de un largo velo negro. La intención del autor es conseguir entre 10 y 20 escenas que recreen momentos imprescindibles e inevitables en la existencia de mujeres y hombres.

En esta última entrega -al igual que las siguientes, publicada el 30 de noviembre por tratar dos temas habituales de las celebraciones que giran en torno al día de Todos los Santos: el mal y la muerte- el autor aborda la figura de Lucifer o el Ángel Caído, acercándose a las reflexiones de John Milton en El Paraíso Perdido aunque con matices: comparte el carisma que le da al rebelde que supo persuadir a un tercio de las huestes celestiales; pero si el poeta inglés habla sobre todo de orgullo, Rodríguez Picón opta por una imagen de arrepentimiento.

En la escena vemos a Lucifer, el Prometeo de Dios, desterrado en los infiernos tras ser aplastada su rebelión contra la autoridad divina. Según algunos autores, se sublevó por celos a Adán, al que se negó a reverenciar tras recibir el mandato del altísimo; otros, sin embargo, consideran que rechazó seguir aceptando la voluntad de un creador que no creía en la libertad de todas sus criaturas; entre ellas los ángeles, considerados por Donald Spoto, autor de El Jesús desconocido, como seres que dramatizan la revelación de Dios a la humanidad.

No obstante, como hemos dicho, el autor muestra arrepentimiento en la figura y, sobre todo, tristeza por la pérdida de su condición de favorito de Dios. Sus llorosos ojos no se clavan fijos con rencor, sino con amargura hacia la gloria de la que ha sido expulsado tras la intensa batalla contra los ejércitos de su compañero Miguel. Lo anterior, según la moral cristiana, hará que desaparezca cualquier resquicio de amor en el diablo -visible en la leyenda "Deum super omnia diligere" ("Amarás a Dios sobre todas las cosas") que brota, con letras de sangre, de su pecho- y que ello acabe reemplazado por un odio implacable, el cual se extenderá eternamente hacia el mundo de los hombres desde el averno -al que la cruz del Hijo de Dios le encadena con pesados grilletes-, donde se dedicará a consumir otras almas malditas.

En su nueva condición, Lucifer (cuyo nombre quiere decir "portador de luz") pasó a ser Satán (término que significa "adversario"). El que Dios considerase el más apuesto y poderoso de sus ángeles empieza a convertirse en un horrible demonio que habitará en un infierno no del todo oscuro por las llamas de los tormentos, cuyo humo provoca una impresión de aire malsano e irrespirable. Dicha transformación se manifiesta en las siniestras alas dragontinas, en las manos con apariencia de garras o en el colapso venoso que invade su cuerpo.

 

La muerte del matador

Los personajes velan el cadáver de un torero corneado en la plaza. Por encima del retrato de un velatorio en la España profunda del siglo XX, la intención de esta obra, en la que las apariencias engañan, es abrir la mirada del espectador, a veces superficial y poco dada a leer entre líneas; o entre imágenes, como es el caso.

Muchos hogares tienen entre sus miembros a niños prodigios del arte, el deporte, la canción o el mundo de los toros, los cuales acaban por convertirse en la columna vertebral de una familia que, gracias a ellos, pasa a un nivel de vida superior. A veces incluso lo primordial es explotar como sanguijuelas a la "gallina de los huevos de oro". Los intereses económicos de padres, hermanos, cuñados, etcétera, sustituyen al amor; que también desaparece cuando, venido el ídolo a menos, ya no hay más "sangre" que absorber.

Es por ello que en esta escena el autor destaca la frialdad de los presentes, a excepción de uno de ellos. Si en los adultos se percibe una incómoda preocupación por su futuro, el niño -hermano pequeño del matador- es el único que muestra dolor por la pérdida de su ser más admirado y amado; a su lado, el ganadero, vestido de corto, se lleva las manos a la cabeza, no por pena sino por estupor, cuando ve al pequeño abrazando el traje de luces y oliendo la montera para buscar el recuerdo que se esfuma, evitando mirar el interior del féretro.

A la izquierda, vemos a dos de los banderilleros del difunto; uno, santiguándose, se inclina ante el maestro difunto como señal de última pleitesía, mientras el otro coge la mano de la madre ofreciéndole un leve consuelo, a la vez que mira el cuerpo inerte con incredulidad por la funesta cogida.

El apoderado, situado en el lado derecho de la escena, aparece cabizbajo, podría parecer que dolorido, pero en realidad preocupado por sus intereses. Su engañoso gesto contrasta con la frialdad de la mujer que tiene enfrente, una especie de profetisa que, simulando rezar con el rosario de plata que sostiene entre sus guantes, medita en lo acertado de su nefasta premonición.

Parte de la indumentaria pertenece a famosos toreros españoles: el traje de luces es de Julio Aparicio, las medias son de José Antonio Campuzano, el capote de paseo es de Manuel Díaz "El Cordobés" y las zapatillas son de Curro Romero. Preside el duelo un crucifijo labrado por el propio Elías Rodríguez Picón.

 

En la habitación

Tras La bestia de corazones (2015) llega una nueva vuelta de tuerca al tema del muñeco como instrumento de terror debido al mal que ha pasado a habitar su interior, para lo cual el autor vuelve a utilizar la marioneta que labró en barro cocido, madera y telas con destino a dicha instantánea.

En este caso, el escenario es el interior nocturno de una vivienda cualquiera. La protagonista cree escuchar el ruido de unos zapatos y abre intrigada la puerta del baño. Ni siquiera se imagina el dantesco suceso que la aguarda: el ente maléfico que posee al muñeco no solo deforma sus facciones, también quiere cobrarse vidas humanas como ha hecho con la del hermano pequeño de la joven, cuya sangre impregna sus huellas.

En la fotografía destacan especialmente dos elementos. Una es la expresión de los juguetes: el hecho de que, obviamente, el muñeco no gesticule ni mueva sus articulaciones no perjudica al ambiente aterrador; por el contrario, lo hace creíble. Por otro lado, el caballito de juguete, testigo mudo del crimen, es una elección acertada ya que el gesto del animal da la impresión de haberse demudado por lo ocurrido.

También resulta interesante el uso que el artista hace de la luz: la calidez del foco contrasta con el lóbrego azul del exterior. Es más que un mero efecto lumínico, es el contraste entre la vitalidad de la modelo -cuyas formas asoman sensuales bajo el camisón- y las sombras de la muerte que la acechan en la habitación contigua.

 

Nota de La Hornacina: acceso a la galería fotográfica de las obras a través del icono que encabeza la noticia.

 

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