TERRORISTAS DEL ARTE

Jesús Abades (30/09/2024)


 

 

Hablar de terroristas del arte es hablar de quienes no comprenden el mundo ni unas mínimas reglas de convivencia social. Es hablar del recurrente destructor de obras que ha hecho añicos en Bolonia una del disidente chino Ai Weiwei, de ladrones de estatuas como la del Lazarillo de Tormes en Toledo, de vándalos a los que les escuece la memoria histórica o las creencias no compartidas, de activistas que erróneamente la toman contra piezas universales en los museos (lo siento, pero los cuadros ni nos envenenan ni ponen los precios), de los mal llamados grafitis que no son más que vandálicas pintadas, del que bañó en pintura roja el busto de un querido actor en protesta por el crimen de su nieto o del que, simplemente, daña por dañar porque es uno de tantos a quienes el papanatismo social encumbra.

Hay quien dice que hablamos de ignorantes, y llevan razón. Otros hablan también de cobardía, y también aciertan. Ceporros cobardes y, a la vez, desalmados que, ante la obra de arte desamparada, se creen omnipotentes porque está en sus manos destruir sin reacción defensiva alguna. Como sucedió en la performance napolitana de Marina Abramović, cuando en el año 1974 se quedó quieta durante seis horas mientras los visitantes de la Galería Morra podían hacer lo que quisieran con ella. Seis horas de puro horror que empezaron como un divertido juego y terminaron con la artista humillada, desnuda, ultrajada, cortada con cuchillas y apuntada con un arma, revelando el horror de la humanidad.

Si el talento de Abramović mostró lo rápido que un ser humano vivo con sentimientos puede actuar atrozmente hacia otro, imagínense el daño que una persona puede hacer a un objeto, por muy obra de arte que sea, en las circunstancias adecuadas. Una obra que no se defiende ni se protege, como la propia artista serbia al actuar como una figura inanimada. Y es más, si dadas las condiciones apropiadas, la mayoría de las llamadas personas "normales" pueden volverse muy violentas en muy poco tiempo, imagínense los violentos y las consecuencias que su violencia genera, más aún ante la pieza inerte, que es a su vez sumamente frágil y vulnerable.

El ciclo de ataques que vivimos contra nuestro patrimonio, al que ni se cuida ni respeta por mucho que sea testimonio de la grandeza artística y/o un sentido homenaje a un determinado colectivo del que esos mismos homínidos pueden hasta formar parte, es solo el fruto de la estulticia de quienes los cometen, de quienes dicen ser parte de un clan que dicta las normas (los más terribles, pues pocas veces se puede escapar de ellos sin secuelas), del miserable fanfarrón que luego se jacta en redes sociales del su delito (el "Señálame un imbécil" de Noe Martínez podría adaptarse a las malas como titular) o del aprendiz de brujo que, en nombre muchas veces de una fracasada ideología, vandaliza todo lo que se le ponga por delante e incluso escoge a otros para que le hagan el trabajo sucio, si es necesario. Son terroristas del arte, los hijos de una sociedad, la nuestra, que prima la destrucción más que la conservación y la fealdad más que la belleza, y que hace del expolio un motivo de adoración pública. Seguramente algunos se cruzarán a diario por sus vidas.

 

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