ANECDOTARIO DE ARTISTAS
EL TONTO DE ARLÉS
Carlos Cid Priego
En 1853 nació en Holanda, sobre la misma masa de barro medio sumergida en el Mar del Norte que acogió a Rembrandt, uno de los pintores más sorprendentes del mundo. Como su ilustre predecesor, sus ojos se abrieron a idéntica luz grisácea, fue hijo de modestos campesinos y su arte constituyó una búsqueda dolorosa. Sin embargo, a diferencia de Rembrandt, no posó ante sus pinceles un sólo rostro noble o hermoso, no conoció ni un día de opulencia, no tuvo amores, ni alegría, ni consuelo. El destino le negó cruelmente la menor felicidad. El niño era taciturno y muy introvertido. No jugaba, prefería escuchar atentamente la diaria lectura que de la Biblia hacía su padre. De estos tiempos datan ya las primeras perturbaciones de Van Gogh, en cuya alma sólo brilló una extraviada obsesión religiosa, que nunca halló el camino de la verdad, así como una de las mayores vocaciones pictóricas de todos los tiempos. Ambas le torturaron, le enloquecieron y le impulsaron a la muerte. Practicó diversos oficios, pero nada le interesaba. Cayó en la manía de creer que la humanidad estaba perdida y que él podía salvarla. Enseñó en una escuela de Inglaterra, pero poco le duró el trabajo, pues sus teorías religiosas fueron consideradas extravagantes y perniciosas para los alumnos. Buscó otro campo para sus predicaciones: una mina de Bélgica. Al ver que los mineros no le hacían caso, les esperó a la salida, se hincó de rodillas ante ellos y confesó a gritos sus pecados. Cuando se cansaron de reír, los mineros le ahuyentaron a palos. Su vocación pictórica fue muy tardía. Sin oficio ni beneficio, derrotado como profeta, se encaminó a París, donde su hermano Theo le colocó como mozo en una tienda de antigüedades. De pronto, de una manera irracional, impulsado por una fuerza que él mismo desconocía, se puso a pintar. Tenía 30 años. Quedan muy pocas obras suyas de este periodo: son paisajes tristes, oscuros y pesados que recuerdan la pintura holandesa de su infancia. Se introdujo en la bohemia de París, donde por aquel entonces el Impresionismo estaba en su apogeo. Van Gogh se incorporó a la corriente y pintó los alrededores, suburbios y cabarets parisinos. Su paleta es ahora más clara y ligera. La ejecución se acelera, la impresión es más agradable, empieza a vibrar la luz. Pero no se pierde el rastro de su alma en la melancolía neblinosa que envuelve sus paisajes. Así es la segunda época de su arte. El impresionismo se fue agotando y ya no satisfacía por completo su espíritu. Vivían entonces en París otros dos colosos de la pintura: Cézanne y Gauguin, quienes, junto a Van Gogh, van a reaccionar contra el Impresionismo y sacar a la pintura moderna del atolladero en que estaba metida. Sin consultarse mutuamente, los tres se instalaron en Provenza, coincidiendo Van Gogh con Gauguin en Arlés. Se hicieron grandes amigos, probablemente fue el único que tuvo Van Gogh. Ninguno solía tener un céntimo. Unieron sus escasos recursos y alquilaron una pintoresca habitación: suelo de madera, cama pintada de amarillo, colcha roja, dos sillas de paja, ventana al fondo y una hucha común, que siempre estaba vacía, sobre la mesita. Acaso fueron éstos los meses menos desgraciados de la vida de Van Gogh. Corresponden al tercer periodo de su obra, caracterizado por los colores alegres y vibrantes, el dibujo enérgico y amplio, y la observación de los objetos y el misterio con que los interpretaba, tan excelente como en sus antepasados holandeses de los siglos XVI y XVII. Sin embargo, la locura no tardó en hacer estragos en el espíritu atormentado y enfermo de Van Gogh. Un día, mientras los dos amigos bebían ajenjo en una sórdida taberna, Van Gogh, que estaba muy serio y callado, arrojó su copa a la cara de Gauguin, que se marchó muy ofendido y sin decir nada. Al poco, sintió unos pasos que le seguían: era Van Gogh, con una seriedad muy extraña, los ojos muy brillantes y una navaja de afeitar abierta en la mano. Gauguin le miró fijamente. El holandés se puso a lloriquear y echó a correr; cuando llegó a casa, se cortó el lóbulo de la oreja izquierda y se la entregó envuelta en un paño a una prostituta. Luego volvió a su habitación, cayó en la cama amarilla de la colcha roja y, por la hemorragia, perdió el conocimiento. Van Gogh despertó en el hospital. Estaba completamente loco y lo llevaron al cercano manicomio de Saint-Rémy, por entonces un pueblecito paradisíaco, cuya luz y alegre belleza contrastaba con la triste oscuridad del alma del artista. Van Gogh sanó de momento, pero no dejó por completo de ser cliente del manicomio, ni en él abandonó la pintura. Su cuarto y último periodo artístico corresponde a esta época: son paisajes agitados, de verdes y azules sombríos, con toques de naranja y amarillo muy violentos. Los campos se agitan como olas de un mar encrespado, los árboles escapan ondulantes hacia arriba, como llamas de un incendio, y las estrellas giran enloquecidas en el cielo, descomunales y enloquecidas, como ruedas de un fuego de artificio. Van Gogh no tuvo ya ni un día de verdadero equilibrio, a pesar de las temporadas en la casa de salud. Un día se disparó un tiro en el pecho, muriendo poco después en el hospital, en brazos de Theo, quien siempre le prestó su ayuda. Tenía 37 años de edad y ni siquiera se dio cuenta que su herida era mortal. El mundo no se dio cuenta de lo que perdía. En el Museo de Arlés, enmarcado y colgado, hay un recorte de periódico de la época que recoge la noticia de su muerte; una nota intrascendente en la sección de sucesos. El tonto del pueblo había tenido la desagradable ocurrencia de suicidarse; nada en definitiva, un suceso vulgar. Si no hubiera sido tan colosal, tan aparte de la vida corriente, sentiríamos compasión por él. Pero Van Gogh está por encima de esas pequeñeces: su arte le sublima. |
FUENTES VASARI, Giorgio. Las Vidas de los más Excelentes Arquitectos, Pintores y Escultores Italianos desde Cimabue a Nuestros Tiempos, Florencia, 1550. CID PRIEGO, Carlos. Los Grandes Artistas, Barcelona, 1968. |
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