CARAVAGGIO. IV CENTENARIO (VIII)
LA CESTA DE FRUTA
Jesús Abades y Sergio Cabaco
En El Descanso en la Huida a Egipto (hacia 1595, Galeria Doria-Pamphili de Roma), la garrafa con un improvisado tapón de papel o el libro de música reproducido de modo meticuloso, con una puntualidad que ha permitido recientemente su identificación (un motete en honor a la Virgen, compuesto por el músico franco-flamenco Noël Bauldewijn), atestiguan el amor de Caravaggio por la naturaleza muerta, que lucirá con fuerza en obras venideras como La Adoración de los Pastores (1609, Museo Regionale de Messina). Pero Caravaggio pintó también naturalezas muertas independientes, en cuadros autónomos, de los que ha llegado hasta nosotros un ejemplar aislado, justamente célebre: La Cesta de Fruta conservada en la Pinacoteca Ambrosiana de Milán, pintada en torno a 1596. Es, como con razón se ha dicho a menudo, el primer bodegón moderno; calificativo con el que se quiere recalcar su diferencia esencial respecto a las pinturas sobre el mismo tema de Ambrosius Bosschaert, Jan Brueghel de Velours y otros artistas nordeuropeos pertenecientes a la misma generación de Caravaggio, pero que proceden de una tradición diferente, aplicada al virtuosismo de la descripción micrográfica y aditiva, al atractivo cromático y a la decoración. En La Cesta de Fruta nos fascina la precisión óptica con que se trazan los mimbres entrecruzados, las frutas, unas sanas y otras ya algo podridas, las hojas con sus gotas de humedad reflectante, unas mordidas, otras marchitas, como en la vida misma. Una de las pocas declaraciones de Caravaggio recogidas en su tiempo indica que "tanta manufactura necesitaba para hacer un cuadro bueno de flores, como de figuras", lo que venía a negar la jerarquización académica de la pintura en clases según los temas. Y esa afirmación cobra su sentido cabal cuando dejamos correr la mirada por las formas y texturas organizadas en el espacio del cuadro, formas que avanzan y retroceden bajo la luz, concatenadas en un todo veraz. Contemplada ligeramente de abajo a arriba, la cesta proyecta, como es de ley, un segmento de sombra sobre el estrecho borde del soporte, fingiendo sobresalir del plano del cuadro, como penetrando en el ámbito espacial propio del espectador. Una mímesis integral que imita las cosas reales bajo una luz real, unifocal y unificante, con un sentido de totalidad de la visión. De aquí descienden Zurbarán, Chardin o Courbet, por citar solamente tres cimas de tres siglos de historia europea de la pintura de naturaleza muerta. |
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