EL MARTIRIO DE SAN SEBASTIÁN (I)
NICOLAS RÉGNIER

Con información de Sergio Cabaco y Jesús Abades


 

Nueva entrega de un breve especial -dada la buena acogida que tuvo el primero- sobre la iconografía del martirio de San Sebastián a través de los artistas. Si en la anterior edición nos centramos en varias de las obras más emblemáticas del pasaje a nivel mundial, en esta ocasión daremos preferencia a la originalidad de las piezas, algunas realizadas por pintores y escultores todavía poco reconocidos a pesar de su evidente talento.

 

 

A finales de la década de 1620, el artista flamenco Nicolas Régnier, por entonces en Roma dirigiendo un estudio de dibujo del natural para jóvenes artistas, pintó un notable San Sebastián sin mostrar la habitual escena del mártir contorsionado contra un árbol, luciendo digno mientras las flechas se clavan en su cuerpo. La obra se custodia actualmente en la Ferens Art Gallery (Hull, UK) y está considerada la pieza maestra de Régnier.

Aquí vemos al santo después del asaetamiento, cuando las flechas son cuidadosamente retiradas por una devota mujer, Santa Irene, y su doncella. Recuerden que las flechas no mataron a Sebastián, sino un nuevo martirio ordenado también por el coemperador Maximiano, en el que el santo es golpeado hasta la muerte. Una escena menos atractiva visualmente que la desnudez bajo una lluvia de flechas.

Las dos mujeres pintadas por Régnier están muy idealizadas -sirvieron de modelos dos de las hijas del pintor, famosas por su belleza-, sus rostros mayormente ocultos en las sombras -no olvidemos que la obra de Régnier se halla muy influenciada por Caravaggio y Simon Vouet-, por lo que la característica más llamativa de la pintura que nos ocupa es el propio Sebastián, cuyo cuerpo casi desnudo reposa sobre un paño rojo extendido sobre la oscura tierra, con las piernas abiertas y el brazo curvado alrededor de la cabeza, que se halla echada hacia atrás. Su rostro moribundo muestra los labios separados.

Es una imagen enormemente erótica, con las flechas dispuestas en lugares muy sugerentes y unos gestos que, más que dolor y pena, parecen expresar éxtasis y complacencia. Como en el San Juan Bautista de Caravaggio, que ahora se conserva en el Nelson-Atkins y que es probable que Régnier conociera, vemos el contraste entre las carnes jóvenes y prietas con las telas de color rojo brillante -símbolo de la sangre derramada por el santo- y las sombras negras, así como un atractivo mártir provisto de una cabeza con oscuros rizos alborotados.

Y aquí, también, los atributos santos son casi una ocurrencia anecdótica. La intención del autor, también conocido como Niccolò Renieri por ser un artista esencialmente italiano y residir la mayor parte de su vida en Italia, no parece ser fomentar los pensamientos de salvación, sino más bien alentar a los ojos del espectador a permanecer en la belleza mundana, lo que también constituye un legado de Caravaggio.

La escena homónima del Museo de Rouen (imagen inferior), pintada por Régnier unos años antes, es también espléndida aunque más impersonal, ya que Irene y la criada enfermera beben mucho de Vouet y de Bartolomeo Manfredi, gran seguidor en Roma de Caravaggio, cuya huella es también muy patente en la oscura atmósfera en la que los dos personajes femeninos, cortados a medio cuerpo, entablan un silencioso diálogo. Aquí el estilo de Régnier solo se manifiesta en la búsqueda de cierto equilibrio en la composición y en algunos rasgos como los drapeados y el tipo andrógino del joven, más acusado en este caso que en el de la Ferens Art Gallery.

 

 

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