RELATOS BREVES DE AGOSTO (II)
HAMBRE

Salvador Marín Hueso


 

 

Príamo, el perro de Julius, un gran danés blanco de vetas oscuras, devoraba, sí, pero no cualquier cosa. Ciertas cualidades del papel debían ser tenidas en cuenta: el tacto, los gramajes y, cómo no, la calidad y relevancia del contenido, porque Príamo rechazaba sistemáticamente el papel en blanco, más aún, todo papel que no le llegara a la boca profusamente escrito por las dos caras.

No se apresuren en condenar a Julius. Era un rendido amante de la letra impresa, un lector habitual, de cierta sutileza en sus gustos literarios. Sin embargo, también amaba a su perro y, en buena lógica, consideraba que las necesidades alimenticias de un ser vivo debían anteponerse a la supervivencia de cualquier objeto, por ilustre, noble o provechoso que resultara.

De cachorro, bastaban los prospectos de las medicinas y las farragosas instrucciones políglotas de los electrodomésticos. Más tarde, Príamo pasó a demandar la asepsia copiosa de las enciclopedias y los manuales. Finalmente, el Príamo adulto hacía de las novelas y los poemarios la base de su alimentación, al ritmo vertiginoso de su engullida.

A veces, a Julius le acometía la comezón de la culpa. Se enfrentaba a los anaqueles progresivamente vaciados de la inmensa biblioteca, legada por las sucesivas generaciones del erudito apellido materno, y la culpa se entreveraba con una difusa alegría de hombre que se libera, una alegría que, paradójicamente, no hacía sino darle alas a la culpa. Cuando sus adentros vacilaban por esos rumbos, pensaba en la posibilidad de deshacerse de Príamo, vendiéndolo a un nuevo amo de quien tuviera buenas referencias, pero no tardaba en sentirse acusado por la perseverante lealtad con la que su perro le había servido y acompañado en las horas más oscuras, y renunciaba de inmediato a ese propósito, aferrándose de nuevo al principio de que vale más la carne viva que la cosa muerta.

Pasaron los días, las semanas, los años, sin que el hambre de Príamo conociera límites. Un mediodía -era domingo- se encaramó de un salto al anaquel de las últimas adquisiciones, pues hacía tiempo que la herencia de los mayores se había perdido por entero, esófago adentro del perrazo descomunal. Tomo a tomo, las Obras completas de Gabriel Miró, primorosamente editadas en papel biblia, sucumbieron al colmillo voraz, crujiente y baboso. Saciado, relamiéndose, Príamo se retiró al corredor en penumbra, y se tumbó a sestear su atracón.

Las horas se dilataron en la cuerda del sueño y del calor. Cuando despertó, antes de tomar conciencia de su cuerpo, la tomó de su estómago, de su vacío renovado. En el vestíbulo, Julius, de espaldas, se afanaba en colgar una lámina de cómic sobre un ropero, encaramado a una escalera de mano.

Príamo sabía que no quedaba ni un solo libro en toda la casa, y la espalda de Julius le quedaba frente a frente.

Príamo no tenía instinto, ni tampoco inteligencia. Príamo sólo tenía estómago.

Príamo sólo tenía, como siempre, un hambre irreversible.

 

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