RELATOS BREVES DE AGOSTO (IV)
EL HALLAZGO
Miguel Ángel Castellano Pavón y Francisco Manuel Ramírez León
La muy sonora voz de un enorme cataclismo interrumpió el silencio y la calma con que acometían el delicado trabajo. Un grave y seco retumbo proveniente de la Sacristía acababa de romper la paz, el ambiente sosegado y relajado que acompañaba a aquel pequeño grupo que, con entusiasmo, mimo y entrega, preparaban el bosque de cera que daría luz al siempre cuidadísimo altar de cultos cuaresmales que preparaban para sus Titulares. Al unísono, no pudieron evitar dar un respingo ante lo que era seguro y violento aviso de que el causante del sobresalto común, por lo aparatoso y fortísimo del estruendo, no debía ser cosa pequeña. Se miraron los unos a los otros, con el susto terrible aún reflejado en cada uno de los rostros, queriendo buscar que el compañero cercano le diese crédito y respuesta a aquel estallido que provino de la Sacristía. "¡Ay, ay, ay... qué no sea por culpa nuestra! ¡Ay, ay, ay... qué nos mata el Padre Germán!", dijo el de más edad, un cofrade veterano que, a pesar de su ya larga edad, volaba mas que corría hacia la Sacristía. Con más miedo que curiosidad, adentró su cabeza en el ámbito oscuro del recinto; el temblor nervioso de sus manos le impedía atinar con la llave de la luz. Una mano más joven logró llenar de luz aquella habitación, perfumada con el siempre grato olor del incienso quemado. No encontraron lo que más o menos llevaba cada cual en su mente: la ruina por desplome del antiguo y achacoso techo, mostrándoles como testigo unas vigas rotas ya vencidas por los siglos. Muy al contrario de lo esperado, en el suelo yacía boca abajo el enorme armario de las ropas litúrgicas: un imponente, colosal, antiguo y muy bello trabajo de ebanistería que, desde hacia por lo menos trescientos años, guardaba el ajuar ceremonial y cultual de los padres de la Orden. Se acercaron todos, rodeando el rendido mueble que les mostraba sus heridas de madera: las viejas tablas rotas o desenclavadas. A pesar de la aún generalizada consternación, hubo quién suspiró de alivio: "¡Para nada hemos tocado el armario!, ¿verdad?", interrogó el veterano cofrade. "¡Ha sido la carcoma, que se ha comido las patas! ¡Mira, mira como está todo esto lleno de agujeritos!", contestó uno de los presentes que, en cuclillas, les mostraba al resto del grupo una de las que ahora era desgajada y astillada pata delantera. "¡Os lo dije desde que las detectamos en el retablo del Santo Cristo, que no debían ser las únicas! ¡Mirad ahora qué lástima, las roídas patas no han podido soportar el peso del armario, se han quebrado y se ha venido para delante el mueble! ¡Y suerte que no había nadie aquí, porque si no!" "¡Anda, déjame tu navajita!", interrumpió uno de los cofrades, ya entretenido en desprender un pequeño sobre que se encontraba fijado al envés de las maderas que formaban el suelo del armario, ahora visibles tras el vuelco. No hizo falta la navajita, pues la cola que fijaba el sobre a las maderas apenas puso resistencia: "¡Aquí dentro debe de estar la firma del maestro que hizo el mueble!", dijo incorporándose y mostrando el hallazgo a los demás. Ante la atractiva naturaleza del nuevo hecho, una poderosa curiosidad, más que el hasta entonces reinante desconcierto, se apoderó del grupo. Se encaminaron hacia la mesa grande, donde había mejor luz. "¡Manéjalo tú, que estás acostumbrado a tratar con los papelotes antiguos!", le indicó el cofrade veterano a uno del grupo. Como si fuese de cristal y no de papel, con enorme cuidado, lo tomó y sobre la mesa empezó a observarlo: no se veía huella de un sellado con lacre, ni había referencia escrita alguna, pero tampoco parecía que hubiese sido manipulado. Abrió el sobre por la solapa, despegándola; de su interior surgieron unas cuartillas primorosamente dobladas. Empezó a desdoblarlas, muy despacito y muy delicadamente, casi sin forzarlas; contaron hasta cuatro hojillas, no más grandes que la mitad de un folio, coloreada la tez de amarillo por los muchos años que debían contar. Se distinguían dos elegantes caligrafías, formadas por letras menudas y largas, escritas con una tinta que, aún más ennoblecida por el transcurrir de los siglos, ya se había tornado parda. "¡Traedme mi maletín, que deben de estar mis gafas para el cerca, y la lupa grande!", espetó nervioso el experto. Con el refuerzo de la más clara y blanca luz de una lámpara portátil, y al amparo de las expectativas que se abrían, iniciaron una esforzada lectura:
Al dorso de la última hoja, escrito con peor letra, se pudo leer:
Ante aquellas palabras sinceras, hubo quien ya no pudo contener más la emoción ante los momentos vividos en aquella ya inolvidable y accidentada tarde. El hallazgo corroboraba las antiguas historias que hablaban de rencillas, de unas heridas abiertas hace siglos en el seno de la decana hermandad. Traía al presente el amor, la devoción inquebrantable que los hermanos de los pasados siglos le habían profesado a la dramática y tosca hechura del antiguo titular. Así pues, para muchos que no necesariamente entendían de estéticas, ni atendían a las corrientes artísticas dominantes de su tiempo, que, en definitiva, solo sabían atenerse a sus devociones, únicamente aquella talla indiana podía ser su Cristo de la Vera-Cruz. Y aún quedando en las muy malas condiciones que el detrozo de una aciaga y lluviosa tarde de un Jueves Santo le ocasionó a su frágil hechura de papel. Claro estaba que aún quedaba mucho por estudiar de aquel documento; pero, ahora, ante todo, lo que más debía de preocuparles a aquellos cofrades de su futuro más inmediato, iba a consistir en las muchísimas explicaciones que, ante los sucesos acaecidos aquella tarde, tendrían necesariamente que ofrecerle al Padre Germán. ¡¡Que ya se le oía venir, llamándolos a gritos, por las naves de la Iglesia!! |
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Nota de La Hornacina: Primer Premio del Certamen Literario "Semana Santa de Cádiz 2010".
www.lahornacina.com