RELATOS BREVES DE AGOSTO (X)
PÚRPURA
Salvador Marín Hueso
Cesárea (capital romana de Judea), vísperas de la Pascua del año 33
Desde que el sello imperial rubricó mi nombramiento como prefecto de Judea, esa pesadilla comenzó a invadir mis noches. A veces, se alejaba de mí por unos días, o incluso unas semanas, pero no tardaba en regresar con más viveza si cabe. Yo nunca fui un romano ni un hombre ejemplar. De otro modo, no habría recibido el castigo de regir esta provincia olvidada del Imperio, esta tierra del Dios único, que se obstina en rechazar la paz a la que el resto de nuestros dominados se acoge. Pero esta pesadilla recurrente, esta tortura infatigable, ha acabado por convertirme en el ser codicioso y cruel del que hablarán los eruditos. Ha volcado en mi instinto un apetito irracional de venganza y de castigo. Basta con que cierre los ojos para que vuelva. Basta con que el sueño comience para que yo, Cayo Poncio, me contemple en un sitial de bronce, elevado sobre un enorme graderío de mármol, con las muñecas atadas a los reposabrazos. Bajo el graderío, una ingente masa, grotesca y ensordecedora, de rostros idénticos, vocifera, grita, aúlla, en un idioma que no comprendo, mientras señala con los brazos a lo alto. Aterrado, elevo mi cabeza: sobre una balaustrada, apuntalada por gigantescas columnas de jaspe y ónix, una enorme jofaina mantiene a duras penas su equilibrio. Es esa jofaina lo que la chusma señala con sus brazos huesudos, amarillos, resecos. Esa jofaina que, claramente, pende sobre mí y para mí, por algún motivo que no puedo entender. Una imprecación animal, salvaje, de hombre recién amputado, relampaguea entre la chusma, y como si el chillido fuera una orden a la que la jofaina debiera obedecer, comienza a verter su contenido sobre mí. Es sangre. Sangre oscura. Sangre espesa. Sangre caliente. Litros y litros de sangre que me ciegan, que ocultan el águila imperial de mi coraza, que apelmazan los vellos de mis brazos y mis piernas, sangre que se me infiltra por la boca, sangre que anega el graderío, sangre que no se detiene, sangre infinita, sangre que celebra la chusma con risas, con cantos, con bailes, como si el Averno se hubiera abierto bajo mis pies, y nadie, nadie oyera mis gritos de socorro. Inclino la mirada. Tendida en una de las gradas, empapados en sangre sus ropajes de seda, yace mi esposa Claudia. Un escalofrío me electriza la nuca cuando vuelve su rostro hacia el mío, y veo sus mejillas y su boca y su frente envueltas en ceniza surcada de lágrimas, y entonces Claudia me pregunta por qué. “Por qué, Poncio. Dime por qué”. Consulté con médicos y augures. Estos me hablaron de un presagio, de una muerte que dependería de mí y debería evitar a toda costa. Pero yo me rebelé contra ellos y contra mi pesadilla. Cuanta más sangre soñé, más sangre quise verter. Cuanta más tortura recibí de mis sueños, más tortura quise aplicar a los mortales, a estos judíos que el Imperio me había otorgado. Por eso di orden de introducir nuestros estandartes en Jerusalén, contra la ley judía y las propias advertencias del gobernador de Siria. Por eso profané el tesoro del Templo. Por eso introduje soldados vestidos de paisano entre las masas que protestaban contra la profanación: para asegurarme de que la matanza fuera mayor. Mi resentimiento contra todo y todos aumentaba día a día, año a año. También contra Claudia, que acabó por dejar de visitar mi lecho, asustada por mi violencia en el amor y mi crueldad en la vida cotidiana. Pero esta noche... Esta noche no ha vuelto la pesadilla. Esta noche, por primera vez desde hace tanto, mi sueño ha sido tal que, al despertarme, la brisa salada de esta ciudad y puerto de Cesárea ha abierto puertas de mi alma que yo ignoraba. Esta noche, he soñado con Claudia aquella primera vez que la vi, aquella Claudia de dieciséis años que me sonreía mientras jugaba con sus amigas, en la fuente de unos jardines, aquella Claudia que me preguntó si un soldado sería capaz de recordar un beso en su mejilla en pleno fragor de un combate. Y esa Claudia radiante, esa Claudia de piel lechosa, esa Claudia de mejillas encarnadas, me acariciaba el brazo, me declaraba su amor, y yo le respondía... Por todos los dioses, en mi sueño... Yo le respondía a Claudia en mi sueño que la quería y ella... Ella me besaba. Las tropas de guarnición ya están dispuestas. Partimos hoy mismo hacia Jerusalén. Se acerca la Pascua de los judíos, y debo estar allí en previsión de disturbios. Cada año, por estas fechas, los más fanáticos esperan que se les presente ante ellos ése que llaman el Mesías. Y yo... Yo no soy el mismo. Es primavera. No tengo miedo. Es primavera, y quiero que esta noche Claudia duerma conmigo. No quiero hacerle el amor. Sólo quiero pedirle perdón. Sólo quiero que duerma conmigo. Que sueñe conmigo. |
Anterior entrega en este |
www.lahornacina.com