SANTO ENTIERRO. NUEVA OBRA DE ANTONIO JESÚS YUSTE NAVARRO PARA CIEZA

Enrique Centeno González (08/04/2024)


 

 

El grupo escultórico del Santo Entierro, concluido este mes de marzo de 2024 para la Cofradía de la Samaritana de Cieza (Murcia), supone para el autor, Antonio Jesús Yuste Navarro, la culminación de su empeño personal por alcanzar como artista un holismo de perfección estética y comunicativa, plena de intención catequética. Esta búsqueda, en la que lleva enredado desde los comienzos de su carrera, ya obtuvo resultados extraordinarios en obras como el Cristo de la Expiración, de la Cofradía de San Pedro de Cieza (2013, VIII Premio La Hornacina) o el Cristo de la Redención, de la Cofradía de la Sangre de Murcia (2017); pero sin duda alcanza un nuevo estadio con esta composición de cinco imágenes talladas íntegramente en madera de cedro real y policromadas al óleo.

El autor plantea iconográficamente el episodio evangélico como un Entierro de Santos Varones, en consonancia con la tradición judía y teniendo muy presente el carácter episódico y narrativo de la procesión ciezana del Viernes Santo, de amplia presencia mariana. La rotundidad de la composición parte del hallazgo de presentar el cadáver de Cristo atravesado sobre la losa del sepulcro -y no alineado con la misma-, y mostrado en diagonal por San Juan, que sostiene el peso del cuerpo exánime, en tanto que Nicodemo intenta subirlo a la losa. El acierto de Yuste va más allá de la inteligencia geométrica y espacial al alcanzar la plena naturalidad de la plasmación de las múltiples líneas de movimiento de las imágenes alcanzando ese dificilísimo equilibrio -punto crítico en el arte de tantos imagineros-, que sin embargo el escultor ciezano domina con facilidad, permitiendo desarrollar sin interferencias el contenido emocional y narrativo de la escena. Esto se evidencia no solo en la autenticidad de la laxitud del cuerpo martirizado del Maestro, sino también en la consternación de Juan y de Nicodemo, que, abrumados por un acontecimiento devastador -reflejado en sus rostros, nobles y extraordinariamente comunicativos-, apenas consiguen obrar con sentido práctico y evitar que el cadáver se les escurra entre los brazos. El escultor somete la materia y busca la fisicidad de los cuerpos y de sus fuerzas, con rodillas que cargan el peso y con manos que se doblan sin vida, o que estrechan la carne y se hunden en ella.

En la bellísima cabeza del Señor, de angulosa orografía, se aprecian los rasgos cristíferos presentes en la obra de Yuste (las cuencas profundas, la materia ósea alcanzando los pómulos, la boca asfixiada) pero con un punto de mayor idealización, dando como resultado un rostro imponente y conmovedor, que demanda de forma nítida la oración del espectador. El dramatismo del que está imbuida toda la figura se verbaliza también con las mil sutilezas de la recreación anatómica, de asombroso verismo en su modelado y policromía, y que rehúsa asombrar al fiel con la mera exhibición técnica en un decidido empeño por atraparlo mediante un naturalismo irrechazable, con esa plasticidad orgánica tan singular del escultor ciezano. El Cristo del Santo Entierro consigue así la milagrosa omnisciencia de protagonizar la composición, en perfecta armonía con los varones, y a la vez trascender el avatar externo del pasaje evangélico concreto para ofrecerse como auténtica imagen de culto, alineada en su potencia sugestiva con los más superlativos ejemplos de la estatuaria devocional española.

La composición piramidal del pasaje se completa con la figura majestuosa de José de Arimatea, que Yuste compone como total contraste con la actividad del primer plano con su quietud, con la intensidad de su rezo, con la potestad con la que impone el silencio con un simple gesto de su mano, sosteniendo con la otra una recreación del Santo Grial conservado en la catedral de Valencia. Su rostro, de rasgos ancianos y sabios, evidencia una oración murmurada con los ojos cerrados -una audacia por parte de Yuste enormemente efectiva-, resumiendo el aplomo de una figura que, pese a su rol aparentemente secundario, preside el episodio en clave de autoridad indiscutible.

 

 

La principal novedad iconográfica aparece, por supuesto, con la presencia de la Muerte, encapuchada y literalmente aplastada por la sangre redentora que ha caído sobre su cabeza. Yuste Navarro, autor de firmes convicciones y honda espiritualidad, ha querido significar una vez más -es una constante explícita en su trayectoria- el sentido redencionista de la Pasión de Cristo, y ha construido un discurso catequético que subraya de forma definitiva que, en la estampa del Dios hecho hombre y muerto por los hombres, la única derrota es la de la Muerte misma. Y así se nos presenta, abatida, cabizbaja, con sus restos corruptos apaleados en esa batalla por la salvación del género humano que se ha resuelto en la cima del Calvario con el supremo sacrificio del Mesías, que la ha obligado a capitular. Yuste, en todo caso, esquiva el protagonismo excesivo de esta siniestra figura y acierta al ubicarla en la parte inferior delantera del trono, equilibrando la composición de masas sin perturbar la contemplación de la obra ni el protagonismo del Cristo; culminando así una propuesta escenográfica que ofrece múltiples y satisfactorias perspectivas en su contemplación en redondo, lo que rubrica su idoneidad como grupo procesional.

Esa incansable búsqueda de la excelencia artística que ha guiado al autor en el desarrollo de esta obra colosal se manifiesta en incontables aspectos que no pueden pormenorizarse en estas líneas, pero que tienen huella evidente en la inconcebible proeza de esos ropajes -de espléndido trazo en sus pliegues y anudaduras- tallados en madera con apenas tres milímetros de grosor y que dejan las esculturas anatomizadas y talladas en toda perfección bajo los mismos hasta mucho más allá de donde la vista de cualquier espectador podría nunca alcanzar. Lo que nos habla, sin duda, de otra lucha, larga y encarnizada: la de un artista buscando los límites de la escultura por un sentido de la deuda con la imaginería, tan noblemente honrada por el arte español, y que ha sido su pasión desde niño y vehículo de su vida personal y espiritual; una lucha de la que ha salido indudablemente victorioso, aunque no indemne, porque nadie puede desgarrarse el alma creadora de esa manera sin pagar tributo.

El grupo escultórico se integra, en sentido literal y milimétrico, en el espléndido trono gótico tallado y dorado por el artista ciezano Javier Bernal Morote; concebido y ejecutado en plena sintonía con el imaginero, cuyas esculturas se mueven por los distintos niveles del trono y de su riqueza arquitectónica conformando un conjunto artístico deslumbrante, con el corolario de los dos trípticos de Andrés Carrasco, muy inspiradas recreaciones del renacimiento flamenco que armonizan con la estilística del paso.

Esta obra excepcional, que busca su hueco entre las más distinguidas recreaciones del Santo Entierro de Cristo, supone una nueva cima en la trayectoria del escultor ciezano Yuste Navarro, y sintetiza sus virtudes como artista y superlativo componedor de discursos emocionales y espirituales de inapelable eficacia escénica. Todo ello, en fin, plantea la emocionante incógnita de qué nuevas búsquedas guiarán sus próximos proyectos.

 


 

 

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