Esta escultura, una de las mejores del maestro, fue labrada en el año 1975 y muestra a Jesús clavado en un madero plano por tres clavos. De gran patetismo, representa el momento inmediatamente posterior al fallecimiento, con el cuerpo desplomado y muy inclinado hacia delante.
El ayamontino retoma el excelente modelo del Crucificado de la Lanzada de su localidad natal, aunque suavizando un tanto el abatimiento en la cruz al reducir el quebramiento de las piernas y atenuar el desplome de la cabeza. Pese a ello, el bellísimo rostro del Varón queda oculto desde la lejanía.
El cabello, organizado en masas lacias e irregulares, cae por ambos lados del rostro, especialmente por el derecho hasta llegar a la altura de la axila. La barba, ligeramente bífida, muestra un tratamiento más conciso en las fibras capilares, aunque sin incurrir en encrespados mechones. El bigote, pequeño y partido al centro, deja perfectamente visibles los resecos labios, de cuyas comisuras parten finos hilos de sangre.
El afligido semblante muestra unos rasgos ajados y macilentos que denotan la debilidad física del condenado a muerte. Los caídos párpados circundan unos ojos policromados sobre la madera y entreabiertos, al igual que los labios, como consecuencia de la violenta muerte. De las cavidades de la nariz, recta y afilada, manan menudas vías de sangre que caen hacia el bigote y se pierden entre los mechones de la barba.
No resulta, sin embargo, una representación muy cruenta de la Pasión de Cristo. Tanto el enjuto tronco como las delgadas extremidades son parcos en heridas sangrantes, más recalcadas en el dorso, donde asoman las marcas longitudinales del flagelo. Una excepción la encontramos en las rodillas, de las que manan amplios caudales sanguíneos, fruto de los traumatismos ocasionados por las caídas.
La efigie, venerada en la parroquia onubense de Nuestra Señora del Rocío, se halla policromada a base de tonalidades trigueñas. El corto paño de pureza, de ondulados pliegues, se anuda en ambas caderas. |