Señor Ultrajado en su Coronación de Espinas. Recreado en el pretorio, una vez que los verdugos han ceñido con furia la corona de espinas sobre sus sienes. Tras soportar estoicamente los latigazos, ahora su escarnio no viene por los flagelos o la corona, sino por las burlas y las carcajadas de una soldadesca que se dispone a colocar sobre los hombros de Jesús un raído manto para mofarse de su divina realeza. La escultura, sentada sobre un taburete, llora con contenida amargura ante la humillación mientras la sangre brota con fuerza de su cabeza. El escultor José María Leal recupera con gran acierto la postura de las manos atadas a la espalda, más ajustada a los criterios históricos pese a haber sido desde el pasado siglo despreciada para este tipo de tallas procesionales.