LA VIRGEN DE LA PIEDAD DE LA BAÑEZA (LEÓN),
UNA OBRA POCO CONOCIDA DE GREGORIO FERNÁNDEZ

Antonio Zambudio Moreno


 

 

Mucho se ha hablado siempre en el ámbito histórico-artístico de la capacidad de Gregorio Fernández para plasmar el padecimiento en sus creaciones plásticas de la Pasión de Cristo. Es más, en términos algo exagerados, y no demasiado rigurosos, se le ha denominado "el imaginero del dolor", catalogación un tanto inexacta o equívoca, pues los recursos de este artista iban mucho más allá que la mera recreación del sufrimiento basado en la representación de elementos efectistas o recursos exagerados.

A pesar de ello, la gran virtud de Fernández es conmover al fiel o espectador, que se siente impregnado y abatido ante el torrente de emociones que siente al contemplar las imágenes surgidas de la gubia del artista de Sarria. Qué mayor emoción y sufrimiento puede transmitir el de una madre en la contemplación del cadáver de su hijo. Por ello, el genio afincado en Valladolid creó un tipo basado en una iconografía de raigambre y tradición medieval, el de la Virgen de las Angustias o Piedad, momento en el que María acoge en su seno el cuerpo sin vida de Cristo, escena por la cual la sensibilidad hispana muestra una gran devoción, momento emotivo que encuentra en el arte castellano su más clara expresión del sentir popular.

Hasta Gregorio Fernández, los distintos artistas activos entre el medievo y el siglo XVII no variaban la estructura principal del cuerpo de Cristo sobre las rodillas de la Madre. En la etapa medieval la efigie del Redentor era rígida y la Virgen lo contemplaba con faz despavorida. Miguel Ángel, el genio florentino, ubica a Jesús en actitud laxa, de anatomía flexible, bella, como un héroe antiguo. María es una mujer de aspecto juvenil y de exacerbada virginidad que sirve de trono a Cristo. Tras ello, Gregorio Fernández dispone una composición arriesgada, atrevida, audaz, colocando el cuerpo del yacente trazando una diagonal, extendido sobre el suelo y apoyada su cabeza en la rodilla de su madre que se haya en actitud sedente.

Cinco fueron las representaciones de la Piedad que realizara Fernández. Las más conocidas, las dos de la ciudad de Valladolid, si bien, sus otros tres ejemplares en Burgos, Carrión de los Condes (Palencia) y La Bañeza (León), son de enorme interés. Por ello y centrándonos en esta última, intentamos mostrar una de las imágenes más controvertidas en cuento a autoría y poco conocidas en la producción de este escultor.

Historiadores del siglo XX, como Manuel Gómez Moreno, José Marcos de Segovia o Nicolás Benavides Moro, habían datado la talla como posible obra de Gregorio Fernández o su taller. Ya en el año 1980, Juan José Martín González, en su magnífico trabajo monográfico y de catalogación sobre nuestro artista, se inclina por adjudicarla a la mano maestra del escultor gallego afincado en Valladolid, hasta que recientemente, aparece un documento de escritura de ratificación, fechado el 3 de noviembre de 1628, que no deja lugar a dudas de que la imagen fue concertada con el gran imaginero por Francisco de San Dionisio, Procurador del Convento de los Frailes Carmelitas Descalzos de la Bañeza. Permaneció en su capilla, fundada en la propia iglesia del Carmen en 1612 por el noble Don Juan de Mansilla y su esposa Doña Beatriz Gómez de Mansilla, hasta 1836, año en el que pasa a la Iglesia de Santa María dado el proceso de desamortización.

 

 

El paso del tiempo, los avatares de la historia, no pueden con el poder de persuasión de estas imágenes, y ésta concretamente, supone en su localidad un claro referente no sólo artístico sino devocional.

La imagen está realizada con ese ánimo, el de la aprehensión mística, el de la sugestión más religiosa posible. Una Virgen Dolorosa que presenta una actitud declamatoria, sí, con un juego de manos, la derecha en actitud rogativa y la izquierda sobre el pecho, por el que reclama una explicación por todo lo que está padeciendo. Busca un por qué, un esclarecimiento para su atormentada alma de madre que se postra al pie de la cruz, el instrumento de tormento de su hijo. Y es que María, más allá de cualquier otra cosa es, en la representación de Fernández, una madre que clama por la muerte de su hijo, por su sufrimiento y que muestra incomprensión ante ello. Es la humanización de la escultura sacra, de la imagen divina, alejada de todo viso de idealización en su actitud, pues aún mostrándose digna y firme, no puede evitar el sollozo y la angustia. La profecía emitida por el anciano Simeón se hace carne, se convierte en realidad y la evidencia es clara. Madre e hijo a solas, la una con el otro, creando una atmósfera doliente y de soledad.

Técnicamente, la talla de la Virgen muestra una sabia disposición polícroma que acentúa los valores plásticos de la imagen y sobre todo favorece su contemplación, resaltando ante los ojos del espectador que se dirigen a ella sin vacilar. La combinación de túnica roja y manto azul, con toga de color blanco que enmarca el rostro, configura una imagen mística repleta de valores simbólicos en base a dicha gama cromática, pues ella puede implicar valores como la pasión, la intensidad emocional, la fe, la verdad, el cielo eterno y por supuesto la pureza y la virginidad. Aún con todo, el aspecto que más desconcertó a todos los estudiosos a la hora de llevar a efecto una datación de la talla fue el acabado de su cabeza, de la parte superior del eje piramidal que marca la composición, no tan detallada y expresiva como la de las otras cuatro representaciones de la Piedad que labrara Fernández. Quizá en una etapa como la de 1628, con el artista ya en avanzada edad y con un volumen enorme de trabajo, la mano de taller fuera un elemento consustancial a ciertas imágenes de esa época.

De todos modos, si hay algo que destaca sobremanera en este grupo, si por algo sobresale, es por la excelsa imagen de Cristo inerte. Un desnudo poderoso, sin excesivos regueros de sangre, muestra toda una corporeidad titánica, de raigambre homérica, de regusto clásico, con tintes de ese mito del héroe caído en la batalla y por una causa justa y noble. Anatomía sin forzamientos, natural, sin trastocar o violentar su serenidad, la del Dios lacerado pero no vencido. Oda al martirio, al sentido del sufrimiento terrenal y mostrando una clara aceptación de las circunstancias. Destaca la policromía del paño de pureza, de tono azulado en clara relación con el manto de la Virgen, acentuando aún más esa fusión y relación entre ambos.

Paradigma sin duda del grupo es la cabeza de Cristo, modelo para creaciones posteriores de enorme entidad como el Crucificado de la Iglesia de San Marcelo en la ciudad de León, en la que Gregorio Fernández da más volumen y vigor al cabello, que cae por detrás en suave cascada de hiladas sabiamente talladas. Rostro de recursos de raigambre e intención naturalista, como los ojos de cristal y los dientes de marfil, en un alarde de virtuosismo técnico se aprecia perfectamente incluso la interioridad de la boca y garganta.

Pero hay algo especialmente significativo, de enorme valor teológico: el cuerpo exuberante de Jesús no toca la tierra, está protegido de ella por el sudario. Por tanto, Cristo no es polvo, no se convierte en polvo, no procede del barro de la tierra, sino que es criatura divina, de ahí su reconocimiento como Hijo de Dios. Es quizá la lección dogmática y mística que ofrece Gregorio Fernández en esta obra que es hoy por hoy orgullo del pueblo.

 

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