XV PREMIO DE LA HORNACINA. OPINIÓN DEL EXPERTO

José Antonio Díaz Gómez (25/03/2021)


 

 

Formular un juicio crítico dentro de un proceso competitivo siempre es una tarea ardua, que exige atención, minuciosidad y respeto a la hora de valorar los trabajos propuestos. Es por ello que quiero aprovechar estas líneas iniciales para manifestar mi más sincero agradecimiento al equipo de La Hornacina, por haber confiado a mi criterio la responsabilidad de emitir una valoración relativa a los mejores trabajos de pintura y de escultura que se han presentado en esta página a lo largo del difícil año 2020.

La página web de La Hornacina se ha consagrado como todo un referente para el conocimiento de los artistas plásticos contemporáneos que trabajan el género sacro. Por esta razón, he de reconocer que esta encomienda exigió, desde el primer momento, un procedimiento necesariamente marcado por la mayor responsabilidad y objetividad posibles. Insisto en la idea de que el encargo de seleccionar una sola obra de cada modalidad ha sido una labor de gran complejidad, que ha conllevado horas de análisis.

Sin duda alguna, son muchas las obras merecedoras de una alta consideración. Con todo, en aras de responder con la mayor eficiencia al cometido expuesto y dentro de la libertad que el equipo de La Hornacina me ha brindado a este respecto, he optado por destacar un total de cinco obras de cada modalidad. De todas ellas, la primera que se expondrá será la que a mi juicio (en nada infalible) es merecedora del máximo aprecio en la presente edición. Las demás creaciones artísticas coinciden con aquellas otras que, sin desmerecer en lo más mínimo con respecto a la primera de su modalidad, son igualmente destacables.

Así pues, sin mayor preámbulo, procedo a emitir mi valoración, siguiendo el orden dado por el padre universal de la Historia del Arte, Giorgio Vasari (1511-1574), a las arti del disegno. De entre ellas, el ideario renacentista dio primacía siempre a la pintura y, por ende, por ella comienzo:

 

 

MODALIDAD DE PINTURA

 

De entre todas las pinturas presentadas, considero que es oportuno concederle el puesto de honor al pintor don Jesús Zurita, por el trabajo referenciado como Cartel para la Archicofradía del Huerto, con el que se anunció la conmemoración de una doble efeméride de esta hermandad malagueña: de un lado, el centenario de la unificación de las corporaciones que en origen rendían culto por separado a sus actuales Titulares, y de otro, los 500 años de andadura histórica de la Hermandad Sacramental de la Parroquia de los Santos Mártires, a la que esta misma corporación está vinculada.

Por ello, hay que valorar, en primer lugar, la adecuación de medio y fin, puesto que nunca resulta sencillo abordar el complejo trasfondo que encierra un encargo de tipo conmemorativo. Medio mileno de historia de una ciudad tan dinámica como Málaga no es fácil de plasmar, ni aún a la hora de retratar sus vetustas tradiciones, las cuales suponen un termómetro más de la evolución sociocultural del entorno. Ante semejante reto, convienen dos soluciones, la apuesta por un formato tradicional o el recurso a la innovación. Resulta evidente que esta última ha sido la valiente opción que ha escogido el autor, dentro de un medio como el malagueño, que tan acostumbrados nos tiene desde hace algunos años a la originalidad en estas propuestas, aunando lo canónico con la novedad.

Si un género artístico se presta a proporcionar facilidades en tal sentido, ese es el género pictórico. Porque la pintura, tal y como reza la manida cita latina, es como la poesía y encierra un potencial creativo, capaz de escapar a ciertos moldes, sin renunciar nunca a la transmisión de un mensaje para el que debe poner a su disposición toda su capacidad expresiva. Precisamente, en este trabajo, lo que podemos encontrar es una original adecuación del medio a su fin, con la creación de un cartel (que, en cualquier caso, no deja de ser otra cosa que un anuncio), en que el mensaje se lee con claridad por el público en general y, sin embargo, se sale de lo convencional, a pesar de que no recurre a la vanguardia.

Y es que este cartel constituye un armónico guiño histórico a la vieja cartelería del Modernismo español, que imperó en la publicidad del despegue industrial en la transición de los siglos XIX y XX. Así, el artista, sin decantarse por una técnica rompedora, ha sabido crear algo nuevo y que, al mismo tiempo, se mantiene dentro de los cánones de una estética olvidada, como lo es la vertiente del naturalismo orgánico modernista, caracterizado por el abigarramiento decorativo de la escena, la dotación de una importancia creativa al título, el dibujo preciso y marcado, un dinamismo enfatizado por la concatenación de esquemas helicoidales, y un colorido contrastado dentro de una atmósfera que tiende a apagarse.

Por supuesto, existe un respeto a la tradición iconográfica, pero no por ello deja de existir también una cierta adecuación de la iconografía a las exigencias compositivas, como puede apreciarse en las figuras de los arcángeles. Estas, lejos de haber sido ubicadas en la habitual atmósfera celeste, quedan imbricadas en una profusa vegetación entre la que se abre paso el mundo de la visión onírica, al que se sobreponen de manera más que visible las tres figuras sobre las que recae el peso de la doble efeméride. Se recupera, por tanto, esa tendencia al horror vacui que es característica del estilo, sin que el desarrollo de elementos ornamentales actúe en detrimento de una simbología, que resulta rica y abundante.

En definitiva, nos encontramos ante una propuesta sumamente interesante que, lejos de mantenerse fiel a la impronta habitual de la cartelería cofrade o de romper radicalmente con la misma desde presupuestos vanguardistas, ha apostado por rescatar un sello estilístico que teníamos casi olvidado, renovando unos esquemas que se daban por obsoletos, lo cual delata también una preocupación erudita por conocer las Artes y saber emplear de forma adecuada los tipos propios de cada estadio estilístico.

Una vez emitida esta valoración, procedo a destacar brevemente aquellos otros trabajos pictóricos que creo conveniente resaltar, dentro del límite de obras que he fijado:

 

 

Beato Marcos Criado. Obra de D. Manuel Ángel Reina Infantes, para el nuevo retablo de la Parroquia de Santa Ana de Guadix.

Se trata de un notable ejemplo del desarrollo que están adquiriendo en los últimos años esos parámetros realistas que están redescubriendo un nuevo naturalismo para el arte sacro, mucho más libre y coherente que aquel que se impuso durante el Barroco. Así, la apuesta por emplear modelos reales, desprovistos de esa idealización a que forzaba la unción sacra tradicional, conlleva que el gesto místico y los atributos iconográficos deban tener forzosamente un mayor protagonismo. De esta forma, los instrumentos del martirio, ese único punto de luz que inunda la atmósfera de certeza divina, o el verismo del paisaje, quedan en una simbiosis compositiva que viene favorecida por el recurso a la pincelada suelta y al juego de volúmenes sólidos. Con lo cual, resulta una creación fresca, que supone un paso más en el camino de la consolidación del nuevo realismo sacro en la pintura.

 

 

Gloria. Obra de D. Rubén Terriza, para el paso de palio de la Virgen de los Dolores de Los Palacios.

Dentro de la complicación que supone para el artista la adaptación del trabajo pictórico a un marco irregular y que no va a ser contemplado frontalmente dentro de su ubicación lógica en el techo del paso de palio, la pintura goza de perfección compositiva; máxime si tenemos en cuenta la dificultad de seguir un patrón iconográfico que fuerza una composición abigarrada por la presencia de ocho figuras principales. Aun así, el autor ha recurrido a la plástica barroca tradicional de ecos italianos, para jugar con maestría con semejantes condicionantes, sin abandonar nunca los principios fundamentales de simetría, armonía, perspectiva, proporción y decoro. La disposición de los personajes es el resultado del empeño por dotar de una entidad individualizada a cada uno de los fundadores servitas, como a los ángeles que envuelven a la figura de la Virgen. De esta forma, singulariza cada gesto y expresión, reforzando un dinamismo que de otra forma quedaría escaso, como también ocurre con el recurso a la profundidad, que queda enfatizada por los escorzos de las figuras del primer plano, que potencian la lectura ascendente y enmarcan un breve fondo paisajístico. Con lo cual, se ha superado con gran agudeza de trazos, modelado preciso, equilibrio cromático y armonía expresiva un significativo reto compositivo.

 

 

Virgen del Rocío, obra de D. Andrés Carrasco.

Se trata de un trabajo llamativo y digno de mención, por la fidelidad con la que recupera el sabor de las estampas y pinturas devocionales que tan comunes fueron entre las clases populares de los siglos XVII, XVIII y XIX, de las cuales han sobrevivido magníficos ejemplares en vetustos estandartes y simpecados. Con lo cual, el artista ha desarrollado un guiño histórico muy acertado, con el que procede de forma cuidada, tanto a la hora de inspirarse en la composición de las antiguas calcografías conservadas de la Virgen del Rocío, como en lo relativo al uso cromático inundado por ese efecto que trata de replicar incluso la pátina del tiempo que oscurece la impronta con que las aludidas pinturas devocionales han llegado hasta nosotros. Con todo, existe una diferencia clara entre la fuente de inspiración y el trabajo que aquí destaco, como es el hecho de que, en este caso, la pintura ha sido realizada por una mano experta, que ha sabido armonizar los distintos elementos, al integrarlos dentro de una atmósfera ocre y uniforme, consiguiendo la adecuación entre elementos que se superponen con diferentes gradaciones de volúmenes y de direccionalidad. De esta forma, un subgénero que históricamente se ha estimado como secundario, aquí ha sido reconducido y puesto en valor por el camino de la exquisitez.

 

 

Camino, verdad y vida. Obra de Dña. Teresa Guzmán, para colección particular.

Por último, quisiera resaltar este trabajo, por la apuesta original y valiente que supone en todos sus aspectos. Primeramente, porque la autora se ha decantado por una técnica poco ortodoxa en la tradición del arte sacro de nuestro contexto, pero que forzosamente tiene que ir abriéndose paso en el mismo, como lo es la ilustración digital. Además, esto se ha llevado a cabo dentro de un estilo al que estamos poco acostumbrados, como lo es la estética de la ilustración japonesa tradicional, que concentra la intensidad dramática en los acusados golpes de contraste cromático. Así, el carácter narrativo queda especificado en tres viñetas que recogen tres momentos de la Pasión y muerte de Jesucristo, donde el personaje principal es siempre destacado en su individualidad y el resto de figuras se agrupan y funden en esquemas compositivos cerrados, pese a lo cual se logra que cada uno desarrolle su propia acción mediante el gesto congelado y contundente. Igualmente, se trabaja el dinamismo bajo este influjo de la técnica oriental, con una direccionalidad de los cabellos y de las ropas que envuelve y hasta contradice la disposición de algunas de las figuras, situadas dentro de referentes espaciales escuetos, pero marcadamente angulosos y/o sinuosos. Se trata de una técnica, pobre en recursos iconográficos y escenográficos, pero aguda a la hora de concentrar la fuerza expresiva en esos pocos elementos que, solo dispuestos de forma concienzuda, logran transmitir la intensidad del mensaje que encierran.

 

 

 

 

 

MODALIDAD DE ESCULTURA

 

En el ámbito del arte sacro, la escultura adquiere forzosamente consideraciones diferentes a las de la pintura, en tanto que se hace imaginería, esto es, imágenes que son creadas para ser rezadas, veneradas y queridas. Este tipo de creaciones comportan una carga estética en que la pieza interpela directamente a las emociones del espectador, sentándose de esta forma un vínculo que, con frecuencia, supera a la transmisión del mensaje, en tanto que este se torna sentimiento. Por supuesto, semejante juego de sensibilidades guarda una estrecha relación con el carácter de cada lugar, lo que justifica la diversidad de tipos fisionómicos y de recursos expresivos que representan a cada escuela regional de imaginería.

En tal sentido, la pieza a la que voy a dar el lugar de honor en esta categoría, recoge el testigo del legado estilístico de la praxis imaginera que la ha precedido, de tal modo que supone una creación que renueva y mantiene muy viva la esencia de la escuela murciana que se consagra en el Barroco tardío de la mano de Francisco Salzillo. Esta es la nota fundamental de la delicada y, al mismo tiempo, enérgica talla de la Inmaculada Concepción, obra de don Juan y don Sebastián Martínez Cava, destinada a la sede del Seminario Menor Diocesano en la localidad murciana de Santomera.

Con este trabajo, los hermanos Martínez Cava reafirman que la herencia de Salzillo se mantiene plena de validez a día de hoy. Las nuevas creaciones que vemos en otros núcleos históricos de la imaginería son una clara muestra de la dificultad que reviste en la actualidad el pleno entendimiento de los estilemas de un gran maestro del Barroco. Sin embargo, en este trabajo se da una continuidad absolutamente fiel, que ha conseguido preservar a la perfección el carisma salzillesco y, al mismo tiempo, lo dota de actualidad, pues no se trata de una copia de un trabajo del gran maestro, sino un brillante logro de quienes se presentan como sus aventajados discípulos a través de los siglos.

El punto de partida es el archiconsagrado esquema fusiforme que impuso el genio de Alonso Cano. Pero, lejos se someterse a los parámetros de equilibrio, quietud y frontalidad marcados por el granadino, toda la composición queda inundada de ese aire salzillesco que la conduce por el camino de la exploración de las máximas posibilidades expresivas, dinámicas y polícromas que las pautas iconográficas del tema inmaculista consienten. De esta manera, goza de un equilibrio absoluto el contraste que se genera entre la dulce serenidad del rostro que dirige su mirada hacia el espectador, y el ímpetu dinámico que quiebra con violencia la estabilidad del manto, haciéndolo liviano y envolviendo la figura en una espiral de vigoroso movimiento. Esta queda reforzada por la propia inclinación de que se ha dotado a la efigie, acusando el contraposto de manera delicada y casi imperceptible.

La talla minuciosa, que ha sido pródiga en bucles capilares y pliegues textiles, se ve prolongada en su multitud de detalles mediante el uso de una policromía que alcanza cotas de virtuosismo. Las carnaciones sonrosadas se introducen en el efectista juego de claroscuros que propician los volúmenes y potencian su intensidad expresiva; sobre ellas, la frondosa cabellera se remata con suavidad a toque de pincel, de modo que la transición de los elementos resulta natural. No menor consideración reviste la destreza con que se ha aplicado la policromía y se han sacado los estofados en los textiles, que igualmente se benefician de una inteligente variación de la profundidad de la talla, a la que ni siquiera se le escapa el toque maestro que dota de entidad a la decoración de los encajes.

En definitiva, se trata de un nuevo logro a la hora de trabajar una iconografía que apenas admite variaciones, de tal manera que estas únicamente se pueden introducir por la técnica en los recursos plásticos, como de hecho así ocurre en este trabajo que, fácilmente, coloca al espectador en la certidumbre de estar ante una obra maestra de la imaginería contemporánea.

Seguidamente, corresponde resaltar con mayor concisión otros cuatro trabajos de considerable interés: 

 

 

Virgen Dolorosa. Obra de D. Santiago Carrera, para colección particular.

Esta otra bella creación viene caracterizada por un afán compendiador de aquellos elementos que dotaron de mayor éxito a los diferentes focos de imaginería barroca en toda Andalucía. Así, nos encontramos con una delicada y efectista fisionomía concentrada en rostro, manos y (de forma inusitada) pies, dentro de ese eje quebrado, profundidad de modelado en rasgos y ademán introvertido, que caracterizó al núcleo granadino transformado por la saga de los Mora. Se trata de un rostro que se presenta originalmente despejado, por el uso de un tocado poco común en nuestra tradición y que enlaza con los usos con que la pintura barroca de la Alemania católica presentaba este tema iconográfico y que nos permite enlazarlo incluso con las modas que transforman la imaginería castellana. Por su parte, la economía cromática que se impone en el juego de los paños se mira en el legado malacitano de Pedro de Mena, con la introducción original de ciertos toques áureos, que suavizan la transición entre estos tonos oscuros y la mayor palidez de un rostro levemente sonrosado. Se trata de una expresión contenida y frágil que se destaca con maestría y no se pierde en medio de la voluminosa y densa entidad de los paños, responsable de que el movimiento de la imagen que camina con pesadumbre sea lento y casi imperceptible. Con todo, nos encontramos con la introducción de recursos dinámicos, sensibles mediante el liviano contraposto, que mira hacia la herencia hispalense de los Roldán. De esta forma, el resultado obtenido resulta innovador y al mismo tiempo fruto de la erudición preocupada por conocer los entresijos de la diferente producción plástica de nuestro Barroco.

 

 

Natividad de Jesús. Obra de D. Santiago Rodríguez López, para colección particular.

Este trabajo se hace igualmente destacable, pues resulta enormemente grato ver cómo se trata con la ejecución y minuciosidad que es propia de la imaginería de gran formato, un modelo en barro que responde a un tema que tan acostumbrados nos tiene a la repetición sistemática y al adocenamiento de los tipos. Por ende, más allá de un uso polícromo que se encuentra dentro de la estética belenista de influjo italiano, resulta interesante la destreza a la hora de modelar de forma precisa unas fisionomías dulces y serenas, que se cargan de expresión dinámica gracias a la enérgica disposición de los pliegues en el juego de paños. Incluso los elementos secundarios o anecdóticos están bien trabajados. De este modo, resulta una composición detallista y fresca, a la par que respetuosa con la tradición iconográfica, pese a la cual no renuncia al desarrollo creativo que se vuelca en la individualización de cada figura en sus rasgos, composición y expresión. Así, el esquema queda abierto y la escena se sitúa sobre un inteligente recurso paisajístico que resulta exiguo pero suficiente como para permitir una disposición variada y coherente de las actitudes, lo que igualmente denota un estudio anatómico más que correcto y que también contribuye a incrementar la singularidad de la pieza.

 

 

Luz. Obra de D. Óscar Alvariño, para la ciudad de Valladolid.

Rompiendo con la rigidez y esquematismo ornamental que es frecuente en la escultura de fundición con una finalidad conmemorativa en el espacio público, este trabajo supone una obra ejemplar por su dinámica composición, minuciosa en detalles y empeñada en la consecución del ideal verista. Con todo, la significación estética también resulta de gran interés, pues el grupo escultórico se convierte en una simbólica contraposición de conceptos, como lo masculino y lo femenino, la madurez y la juventud, el pecado y la inocencia, o la fuerza y la fragilidad. Ello se ha conseguido mediante la plasmación de una estampa cofrade usual, que el autor ha querido retratar con la precisión de un instante pleno de movimiento impetuoso, que se ha congelado en el tiempo. Así, logra hacer fácil lo difícil dentro de una técnica escultórica compleja, consiguiendo dotar al pesado soporte metálico de la liviandad del elemento textil agitado por el viento. No hay detalle de la indumentaria nazarena que haya quedado sin plasmar con gran mimo y realismo, encontrando el enérgico giro del nazareno su elegante contrapunto en la expresión dulce y reposada de la niña que se dispone a encender el cirio.

 

 

Entrada en Jerusalén. Obra de D. Elías Rodríguez Picón, para la Hermandad de la Borriquita de Valverde del Camino.

Finalmente, cabe destacar el conjunto de seis tallas destinadas a completar el misterio de la Entrada Triunfal de Jesús en Jerusalén. El motivo principal radica en la dificultad que entraña la realización de un conjunto de imágenes destinadas a conformar una escena de fuerte carácter narrativo, con lo que cada una debe encerrar una entidad individualizada, pero compartiendo notas estilísticas comunes que destierren las disonancias dentro del conjunto. Se trata, por tanto, de un reto que el imaginero autor ha superado sobremanera, mediante imágenes vestideras de talla correcta, carnaciones tostadas y un patetismo matizado, que se interrelacionan con gran coherencia. Además, quedan encerradas dentro de un simbolismo intencionadamente doble, pues los elementos aparentemente triviales encierran el trasfondo de la prefiguración cristológica en torno al desenlace de la Pasión de Cristo. Ello no resulta sino un recurso que denota erudición y genialidad, con lo que se ha producido un misterio enormemente original, que huye de la habitual presencia de los Apóstoles y de Zaqueo que conlleva la transliteración del relato evangélico, para apostar por la mayor riqueza de la lectura simbólica.

 

 

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