ANECDOTARIO DE ARTISTAS
EL MEDIODÍA DE LA PINTURA
Carlos Cid Priego
En ocasiones, los maestros han sentido envidia y temor ante el talento de sus aprendices, pero los han explotado todo lo que han podido en provecho propio. El infeliz principiante no cobraba, recibía malos tratos y veía su trabajo firmado por un tirano. Muchos hombres célebres lo serían menos si de pronto desapareciera todo lo que otros les hicieron. También muchos hombres entregaron su vida a un trabajo inicuo sin que su nombre viera nunca la luz. Pero hasta en eso fue excepcional la vida de Velázquez, pues su padre fomentó sus tempranas aficiones artísticas y a los doce años de edad entró en el taller del pintor Francisco Pacheco, un hombre excelente que reconoció en él un valor superior al suyo, y dedicó todos sus esfuerzos a fomentarlo. Velázquez pintó en Sevilla bodegones con figuras y personajes típicos del pueblo. Su luz era dura, como la empleada por Caravaggio. Pacheco, que se convertiría en su suegro, decidió enviarle a Madrid, donde puso en juego todas sus influencias. Gracias al Conde Duque de Olivares, otro sevillano, favorito del rey, consiguió pintar un retrato del rey. Desde entonces, Velázquez quedó en la capital de España como Pintor de Corte. Desempeñó varios cargos palatinos y fue Caballero de Santiago, aunque nunca se metió en política. En Madrid mejoró su estilo con el estudio de las obras de los venecianos. Gracias al favor real, pudo hacer dos provechosos viajes a Italia. Siendo un pintor esencialmente barroco, la pintura de Velázquez es reposada. Trabajó sin prisas, más bien poco. Con él llegó la pintura española al punto más alto. Color y dibujo se compensan en partes iguales. Dignificó las cosas, pero sin añoranzas de perfecciones ultraterrenas. Tenía un esclavo negro, Juan de Pareja, que se aficionó a la pintura y fue uno de sus mejores discípulos. A pesar de que Velázquez le concedería la libertad -"quien siente el arte como tú, no puede ser esclavo", le dijo-, Pareja nunca quiso apartarse de su lado y después de su muerte siguió junto a la familia. En Velázquez se aprecia como en ningún otro pintor la resistencia española al paganismo del Renacimiento italiano. En lugar de pintar diosas hermosas y dioses robustos y bien proporcionados, se burlaba de ellos con sus pinceles. Retrató, por ejemplo, al dios romano Marte como un matón cualquiera, como un soldado de los tercios que no cobraba su paga: piojoso, medio desnudo y con un enorme bigote. Las vivaces bacanales de sus contemporáneos flamencos se transformaron, por arte del pincel velazqueño, en la cruda escena de sus famosos Borrachos, donde unos rudos campesinos liban un vinazo meridional. En cambio, Velázquez sentía verdadera pasión por los niños y los animales, especialmente por las infantas encopetadas y los príncipes de suprema elegancia, así como por los modelos más humildes. En el alcázar madrileño habitaban varios enanos y deformes como infelices desheredados de la naturaleza y de la fortuna, que servían de bufones para que todo el mundo se divirtiese con sus desventuras. Velázquez no sólo no desdeñó pintarlos, sino que lo hizo con una humanidad realmente entrañable, dándoles su dignidad de personas. Reposadamente, Velázquez fue probando todos los géneros, incluso los infrecuentes en la época como el paisaje; en todos brilló su elegancia y su amor por las cosas. Nada perturbó su pacífica existencia. En 1660 tuvo que ir a la frontera cumpliendo con sus deberes de Aposentador Real; en el viaje, contrajo una enfermedad y murió al regreso a Madrid, a los sesenta y un años. Ni muy joven ni muy viejo. Ni en eso se rompió su equilibrio. |
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