LA OBRA DE ANTONIO ILLANES (IV)
SETEFILLA (ESCULTURA EVA, 1947)

Sergio Jesús Parra Medina


 

Continuamos con el especial dedicado a las obras más relevantes
del escultor de Umbrete (Sevilla) con vistas a una futura reedición de su obra literaria
y la creación de un certamen de imaginería en su localidad natal 

 

Nunca la naturaleza se regocijó tanto como cuando hizo el cuerpo hermoso de Setefilla. Pero también la más golfa de cuantas modelos he tenido. De carnes maqueadas y vibrantes, era un adorno de la especie humana; de una armonía sencilla, cadenciosa y aéreos contornos; tan zafia, que no se sabía en posesión de tan imponderables tesoros.

Jamás asomó a sus mejillas el rubor de la doncellez y sus ojos, negros y traviesos, chispeaban de continuo. Durante los descansos, desnuda y sólo con un ligerísimo batín, se me escapaba para irse al bar próximo donde provocaba tumulto. Su aseo, cancelado desde que la partera la desembarró.

Un día que trabajando estaba cerca de ella, me sentí un picazón en la cabeza, en el cuello, en el cuerpo todo. !Va! -me dije-, es la sangre nueva, la primavera que se avecina. Pasado corto tiempo, arreciaron los aguijonazos y, espantado, sin poder pestañear, avisté una aguerrida tropa de fieros piojos retintos, que arremetían contra mi corpórea humanidad, ¡poderosas razones estas para cometer un “modelicidio”!

Mi mujer, remosqueada a escala mayor, me puso en cuarentena. Desde entonces juro, con índice hacia la altura que esos voraces insectos anopluros, del latín “pedicülos”, vuelvan a igual que sutiles mariposa.

Hice con la emponzoñada Setefilla una escultura, Eva, a su tamaño humano, pero que ella y su mostrenca progenitora, al alimón, me tenían almojarifadas muchas secciones de trabajo. Nunca llegaba con puntualidad; eran frecuentes sus incumplimientos y falacias; mordiéndome los puños, clamaba a todos los dioses del infierno y, para no perder tan excelente modelo, iba en su busca, como chulillo fantasioso.

Entraba en su zahúrda a sangre y fuego y se me escondía en un montón de miserables andrajos, en los sitios más increíbles o se escabullía saltando por los tejados de la vecindad. Maldiciéndola con palabrotas que no le hacían mella e imposible avergonzarla, que sería como ladrarle a la Luna, me la llevaba casi a rastras al estudio. Pude al fin, con sudores de sangre, terminar la obra.

A un gran amigo mío, el doctor Juan Salas, coleccionista de obras de arte, le conté la historia de la adánica Eva, apasionándose tanto que, sin ver la escultura, me la adquirió en buenos dólares, tal vez por el influjo ascendiente de ser cubano de nacimiento, como lo era la viga de cedro de un viejo molino en que fue tallada.

 

Fuentes: Antonio Illanes Rodríguez: “Del Nuevo Estudio”,
Sevilla, 1967. Capítulo "Setefilla", pp. 53 y 54.

 

Tercera Entrega en este

 

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