MATER DOLOROSA - JOSÉ DE MORA
VIRGEN DE LA SOLEDAD DEL CALVARIO (GRANADA)
José Antonio Díaz Gómez (13/09/2021)
Foto: Antonio Orantes |
Antonio Gallego y Burín, en su detenido estudio sobre la vida y obra de José de Mora, denominaría a este último con el apelativo de "escultor del santo dolor". Ciertamente, a la enigmática personalidad del artista bastetano se suma la inherente e inescrutable profundidad psicológica y espiritual de que parecen estar cargadas sus imágenes de Pasión. Sus principales trabajos desbordan con plenitud una terribilità latente mas no visible, contexto en que la Virgen de la Soledad del Calvario emerge como el perfecto compendio de todo un tratado plástico de la más pura dulzura, quebrantada por el más agudo dolor del ánimo. No es patetismo dramático ni amplitud teatral lo que Mora encierra en sus dolorosas. Éstas no se hallan descompuestas en una gesticulación exacerbada. Todo en esta obra es contención; el dolor se mira hacia adentro, sin que por ello deje de hacerse visible desde fuera. He aquí el secreto de la genialidad estética del insigne escultor, dentro de una producción en que las obras de Pasión abundan sobremanera. Por su parte, no son demasiadas las representaciones gloriosas en que Mora ejercitase su virtuosismo en otro rango, e incluso en éstas la expresión externa se diluye entre aquello que colma el concepto interior. Resulta evidente que Mora debía sentirse más cómodo trabajando el ademán compungido, alcanzando unas cotas de excelencia que multiplicaron la atención a este tipo de encargos. Gallego y Burín, afectado por una visión romántica, se esfuerza en señalar como causa de ello una biografía plena de dificultades y padecimientos personales, a los que se suma el amor no aprobado hacia aquella pariente viuda con la que se desposaría y a la que perdería algún tiempo después. Quiere así el historiador dotar de veracidad a la leyenda popular que canta la singular belleza de la esposa de Mora, su prima Luisa de Mena, en los rostros de estas dolorosas. Sea ésta la línea predominante en la psique de José de Mora, o simplemente existiese un componente de mayor sensibilidad en torno a la captación de este tipo de sentimientos, se torna innegable que el gesto transido de sus principales obras pasa por ser inimitable en su autenticidad y, por ende, la mejor de las firmas del autor. Semejante impronta encontró el modelo más adecuado en aquella sobria y adusta efigie de la Virgen de la Soledad que realizase Gaspar Becerra, recogiendo el legado europeo que ansiaba abrirse hueco en Castilla. Pero en el caso de la Virgen de la Soledad del Calvario el resultado es bien distinto: Becerra había propuesto la original tipología, Alonso Cano la había reafirmado sobre lienzo para el Cabildo de la Catedral de Granada, y Mora la extrae nuevamente del mismo para conducirla hacia sus últimas consecuencias. Es la imagen de la Virgen de la Soledad del Calvario una pieza completamente anatomizada, de acuerdo con la línea predominante en su producción. Su imponente naturalismo, restringido por la propia entidad en la obra de Becerra, se nutre directamente de la plástica canesca. En orden a ello, el juego de los paños no se plantea de una forma rígida y artificial, antes bien se amolda al plisado propio de una figura genuflexa. El estudio anatómico goza de una perfección sin precedentes en este joven género iconográfico, donde la silueta del cuerpo femenino se deja entrever en pro de un mayor verismo. Así, una pierna se adelanta a la otra, potenciando con el sencillo gesto los distintos niveles de profundidad que admite la talla, de lo que se genera en la parte posterior la exquisita cascada de pliegues con que se rompe la monotonía del manto. La expresión de la figura es contenida y el cuidado juego dinámico se confía por entero a los paños. La estética de la talla es absolutamente delicada, podría calificarse incluso de pictórica, pues esta obra nada sería sin el acentuado juego de claroscuros que concibe. Rostro y manos comportan una equilibrada lividez, que cobran todo su protagonismo en base a la presencia del riguroso tono albo de la saya y la toca, que ciñen con severidad la anatomía e implican que la claridad lumínica irrumpa en la totalidad del elemento central de la escultura. Un mesurado manto de intenso azul marino, que da un cariz luctuoso al color mariano por excelencia, envuelve totalmente la figura, incluso con el característico recogido bajo las rodillas que presentaba la Soledad madrileña. Con ello, da continuidad a la elipse que encierra por completo la totalidad de la composición, contribuyendo a un mismo tiempo a incrementar la introspección del gesto, al caer ligeramente sobre el rostro. De esta manera, se crea un interesante juego de sombras en que se sumerge la intensa mirada cabizbaja, perdida en su misma introspección, de cuya intensidad tan sólo hablan las cinco lágrimas que de ella brotan. La Virgen de la Soledad del Calvario, una de las obras cumbre no sólo de la Escuela granadina, sino también del arte barroco español, cuya original configuración acabaría por consolidar un tipo iconográfico de gran repercusión en la escultura andaluza del periodo siguiente, fue concebida como Virgen de los Dolores para el oratorio granadino de San Felipe Neri. Para finales de julio de 1671 la imagen ya se encontraba concluida en su totalidad, percibiendo por ello Mora un total de 3.600 reales en que se remató finalmente la hechura. Tras la desamortización, en 1836 la imagen pasó a la parroquia granadina de San Gil y Santa Ana, donde sigue recibiendo culto. Con ella llegó en su mayor parte el suntuoso ajuar que poseía y del que apenas permanece elemento alguno, pues en el oratorio (actual Santuario de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro), pese a configurarse como una escultura de talla completa, llegó a contar con adornos y aderezos con que la revestía el fervor popular: velo de seda oscura, rosario de nácar, nimbo, ráfaga y media luna de plata (la media luna original es una pieza que todavía se conserva), así como tres parejas de ángeles portadores de los principales emblemas de la hermandad servita que le rendía culto en el oratorio. Dentro del oratorio la imagen se presentaba con una mínima elevación, lo que, unido a la angostura de su camarín, implicaba ciertas dificultades a la hora de visualizar correctamente el semblante de la dolorosa. El principal obstáculo que para ello se presentaba lo constituía la disposición original entrelazada de sus manos, que en ocasiones sostenían un ostensorio en forma de corazón. Así, a comienzos de 1707, la antigua Virgen de los Dolores se presentaba ya con un nuevo y delicado juego de manos entrecruzadas sobre el pecho. De este modo, lo que pudiese haber sido presentado como esporádico remiendo, acaba por convertirse en uno de los mayores recursos plásticos empleados por el imaginero. Una de las manos llega incluso a recoger el manto con cierta elegancia y sutilidad, de forma que se torna en la causa lógica de un nuevo, aunque menudo, juego de pliegues. Se trata de unas manos cargadas de sentido y fuerza, las cuales se aferran a la altura del corazón, tratando de contener, consolar y casi acariciar un sollozo que no termina de escaparse. En 1928, la antigua titular felipense pasó a ser titular mariana de una cofradía penitencial, que la rebautizó como Virgen de la Soledad del Calvario. En esta nueva etapa y con gran fortuna, la talla fue liberada de la huella del transcurso de los siglos y que había afectado a su impronta original. Ello fue posible mediante el proceso de restauración que el equipo de Bárbara Hasbach llevó a cabo entre 1996 y 1997. |
Foto: Antonio Orantes |
FUENTES DÍAZ GÓMEZ, José Antonio. "La Virgen de los Dolores (1671) de José de Mora: estudio y nuevos datos en torno a la Dolorosa servita de Granada", en Arte y Patrimonio, nº 3, Montilla (Córdoba), Asociación para la Investigación de la Historia del Arte y del Patrimonio Cultural "Hurtado Izquierdo", 2018, pp. 64-71 y 75. |
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