EDVARD MUNCH. 150 ANIVERSARIO
LA DANZA DE LA VIDA

Josep Rius


 

 

No es de extrañar que Munch encontrara en Åsgårdstrand la paz y la serenidad necesarias para inspirarse cada verano, y que con frecuencia sea este lugar el escogido para hablar; sobre todo, del amor. En el óleo sobre lienzo La Danza de la Vida (1899-1900), Munch utiliza una escena estival, un baile de verano al aire libre que aún hoy en día, más de un siglo después, se sigue celebrando en la costa noruega. Sabemos que se trata de Åsgårdstrand porque ya el paisaje nos resulta familiar: la luz que proyecta el sol de medianoche, la sinuosa orilla donde se confunden la arena y el prado, o el horizonte en el que se adivina algo más de la costa o un fiordo, trabajado todo con suaves líneas horizontales en las que se funde una paleta de delicados tonos pasteles.

Munch consiguió el ritmo de esta obra (125 x 191 cm), con la disposición de las figuras en el lienzo, plasmando dos planos narrativos. La naturaleza cobra formas simples pero cargadas de una fuerza intensa, que el pintor resuelve con líneas onduladas apenas sugeridas por el movimiento del pincel; las verticales están definidas por los personajes retratados, el reflejo de la luz y por un pequeño arbusto inclinado del que brotan flores.

Se trata, en definitiva, de un lugar familiar por el que Munch sentía total devoción. Por ello, en Åsgårdstrand encuentra una nueva forma para expresar el amor. Ya no se trata de un paisaje que habla por sí mismo, sino de tres figuras femeninas de distinta edad, que representan otros tantos estadios diferentes del amor.

Conservada en la Nasjonalgalleriet de Oslo, La Danza de la Vida también puede ser una versión posterior del cuadro Tres Etapas de la Mujer, que el pintor realizó como una pieza central de "El Friso de la Vida", aunque fue el primero el que finalmente incluyó en la exposición de 1903, cuando expuso toda la serie de pinturas y grabados sobre la condición humana. El tema central de Tres Etapas de la Mujer se mantiene en esta pieza, aunque con significados más explícitos que se refuerzan por un imaginario simbólico y el uso del color.

El autor centra la composición a partir de una pareja de baile que aparece en primer término. La vista se dirige allí tras observar el sol: un brillante punto amarillo que destaca en el fondo del cuadro, cuyo reflejo sobre el agua tiene una clara connotación sexual; flanqueado por dos figuras femeninas que inmediatamente enlazan con el hombre que baila con la mujer vestida de rojo. Munch pinta los paisajes de la costa noruega en el verano, por lo que nunca se llega a saber si la luz proviene del sol o de la luna. En cualquier caso, esta luz adquiere unas dimensiones totémicas que se repiten en varias obras ambientadas en Åsgårdstrand.

Aunque el hombre mantiene los ojos cerrados, el pintor logra transmitir una actitud de tensión y expectación, quizá como una invitación a que el baile pase a otro terreno. La seductora mujer del vestido rojo -símbolo de la pasión- está, a diferencia del hombre, con los ojos muy abiertos, como si se tratara del despertar sexual. Su cabello pelirrojo se curva hacia delante, como si atrapara al bailarín. Ambos están absortos en su propio mundo, sin quererlo ni pensarlo y sin que importe el entorno. Con menos dramatismo que en El Beso, pero con el mismo recurso, Munch recurre a las líneas onduladas para fundir a los amantes en una sola figura. El contraste entre el hombre vestido con un traje oscuro -como su cabello- y la chica de rojo -cuyo pelo, como hemos apuntado, también tiene una tonalidad similar-, indican que la pasión está a punto de estallar.

A la izquierda Munch nos presenta a otra mujer, cubierta por un virginal vestido blanco. Ella sonríe y resaltan sus mejillas sonrosadas. El blanco realza la pureza y el gesto de arrancar una flor delata que está enamorada, pero a diferencia de la mujer de rojo, representa la primera ilusión del amor, la inocencia con tintes platónicos. Al otro extremo del cuadro, en el lado derecho, una mujer más madura, vestida de negro, con el rostro serio y las manos entrelazadas, observa a la pareja de baile con desaprobación, pero a la vez resignada a su propia soledad; quizás en ella Munch quería simbolizar lo transitorio de todos los sentimientos. Estas dos figuras femeninas que acompañan a la pareja central indican, más allá de la diferencia de edad, la yuxtaposición entre la ilusión amorosa y el desengaño. Munch habla también de que ambos aspectos, aunque parezcan opuestos, están relacionados: son las dos caras de una misma moneda. ¿Cómo se podría entender una ilusión sin antes haber sufrido un desengaño? Y a la inversa. Más que un racionamiento lineal, el autor plantea otro circular.

Las dos figuras laterales, vistas de izquierda a derecha, contrastan enormemente con la mujer de rojo. A ojos del autor, estas dos figuras señalan el inicio y el final de una historia que, según él, plasmarían la realidad de cualquier mujer a lo largo de su vida. Los cuatro personajes principales están acompañados por otras figuras en el fondo, que parecen estar completamente entregadas al disfrute de este baile veraniego. De entre ellas destaca la figura de un hombre en la mitad derecha del cuadro, que parece mirar directamente al espectador con una mueca de éxtasis, arrebatado por la pasión del momento, el frenesí del baile y el calor del verano. De todos los personajes que acompañan la escena principal, solo uno tiene fisonomía. Así el autor llama la atención, de forma caricaturesca, sobre las máscaras del amor.

Munch reconoció, tiempo después de haber pintado el cuadro, que la inspiración le llegó después de haber bailado un verano en Åsgårdstrand con su primer amor, por lo que se entiende que el lienzo es un homenaje a la mujer, aunque convierta un evento festivo en una escena con tintes fantasmales. Aunque parezca mentira, Munch era un romántico y la presencia de las flores así lo atestigua. Aquí las flores simbolizan el amor, pero el gesto de la muchacha que se acerca para coger una, nos indica que solamente ella puede alcanzarlo.

El paroxismo del autor, tan habitual en los artistas simbólicos, lo lleva al límite de la racionalidad pictórica, convirtiendo La Danza de la Vida en una obra en la que prima su vida interior. Munch no teme revelar su mundo y sus pensamientos más profundos. La obra no solo plasma tres etapas de la vida de la mujer, también revela el miedo que sentía el pintor hacia el amor, reafirmando una vez más la dualidad entre el pánico y la pasión, que marcaron su vida sentimental y hacen que esta obra trascienda del mero terreno personal.

 

FUENTES: RIUS, Josep. "Munch", en Grandes Maestros de la Pintura,
colección editada por Sol a través del diario Público, Barcelona, 2008, pp. 50-53.

 

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