RELATOS BREVES DE AGOSTO (XI)
LA ESTUPIDEZ FINAL
Jesús Abades
No sabría decirles cuando se instaló, ni cómo ni por qué. Quizás estuvo aquí desde siempre y yo no me daba cuenta de su presencia, aunque lo más seguro es que no quisiera darme cuenta. El caso es que un día advertí, o decidí advertir, que la estupidez había plantado en mi casa sus hediondas posaderas. Era una especie de masa putrefacta con ínfulas, estúpida en todo momento, que ocupaba cada rincón y se alimentaba con voracidad del entendimiento ajeno para después vomitarlo convertido en necedad espesa, como una madre que, en vez de parir, regurgita a su cachorro para luego adosarlo a su propio cuerpo y así no desperdiciar tamaño. Pronto empezó a hacer su tarea, que no es otra que poner a su estúpida altura a todo el que está a su lado. Si me ponía a ver una película de Chabrol, ya la veía de forma estúpida, si entraba en una exposición de Tintoretto, mi mirada se tornaba bovina. Está de más decir que la estupidez jamás había visto una película de Chabrol o una exposición de Tintoretto. Lo suyo era un juego de aburrimiento mortal en el que cada cual debía participar de forma estúpida, daba igual que se tratase de la última gilipollez de Mila Ginébrez o del último descubrimiento del cerebrito Hawking. También está de más decir que la estupidez jamás se tomó la molestia de resolver, por ejemplo, una simple multiplicación. La sola palabra a la asquerosa le daba asco. Aunque su apatía era agobiante, a veces se espolvoreaba un poco para dar caña de otra manera. Cuando estudiaba, me decía "para qué cojones sirve el latín", y solía hacer frecuentes alardes de machismo. En realidad, aunque en castellano sonaba femenina, la estupidez no conocía de sexos. Es más, no conocía el sexo; se limitaba a emular a los folladores de boca, que no de polla, algo común en los garitos de sal gorda tabernaria, donde jamás se reconocerá en público un gatillazo y en los que la frase preferida, y repetida ad nauseam, es "qué polvo le echaba yo a ese putón". Por supuesto, todo quedaba siempre ahí. La estupidez ejercía un continuo y vano esfuerzo de camuflaje, y vendía su farsa a todo el que se la quería comprar. Con los medios que dotan de inteligencia, especialmente con los libros, era inmisericorde, pero como era estúpida en todo momento, cuando hablaba o estaba callada, cuando descansaba o se arrastraba como una babosa sobre un chaquetón de cuero, hasta el acoso y derribo lo hacía estúpidamente. Solía recurrir frecuentemente al desprecio, algo de lo que sabe mucho; en realidad, es de lo único que sabe. La estupidez sabe mucho de desprecio porque lo conoce íntimamente. Pese a todo, su trilero contagio es alarmante. Algo inexplicable, pero cierto. Cada vez menos pueden resistirse a sus nulos encantos de vampiresa piojosa. Yo mismo escribo esto en fase terminal de estupidez, tratando de diferenciar este escrito de los demás como lo hace ella: de forma estúpida. Se diría que me encuentro ante la paradoja del estúpido. Ya incluso no soy capaz de ver personas diferentes, hasta eso me ha arrebatado con regocijo. Es cierto, ya soy estúpido. Lo consiguió. Los matices se me escapan, la estupidez me los ha vedado. |
Nota de La Hornacina: el dibujo que ilustra el escrito, titulado "Final", es obra del artista Aitor Saraiba.
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