RELATOS BREVES DE AGOSTO (Y XII)
IMITATIO

Salvador Marín Hueso


 

 

"La muchacha lloraba. Cuando abrieron la puerta, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz".

Borges, El Evangelio según Marcos

 

Le detuvieron tras cuatro muertes a cuchillo, tres estupros a otras tantas doncellas al servicio de casas nobles, reiterados robos a pobres y ricos y toda una pléyade de delitos menores. Arrestado por la justicia civil, no tardaron, sin embargo, en mudarle a los calabozos del Santo Oficio: en el primer interrogatorio, se había reconocido culpable de la profanación de algunos sagrarios y sepulcros, así como del ataque nocturno a la Imagen de Jesús Afligido de la Colegial del Divino Salvador, ataque que obligó a retirarla del culto, tras la meticulosa desfiguración de la que fue víctima. Con todo, los justicias del rey encontraron, como se verá, un motivo aún más poderoso para alertar de inmediato a los tribunales de Dios. Elocuentes manchas de tinta salpican los papeles del proceso, dando fe de la sorpresa e incredulidad del escribano ante lo que escuchaba y transcribía:

 

"Preguntándosele, pues, por los motivos que le movieron a tantos crímenes, el susodicho afirma que nada le movió nunca distinto del amor de Dios. Que por amor de Dios lo hizo y en cumplimiento de su ley, que no es otra sino Su encarnación en Jesucristo, a quien se determinó imitar en todo lo que su condición le permitiera desde que conserva memoria, y que por esto, habiéndose recogido una noche a orar en ciertas huertas extramuros de la ciudad, rogó a Nuestro Señor, con sumisión encendida y piadosa urgencia, se dignara mostrarle el modo mejor de seguirle, en forma y manera que pudieran, si no ser uno, cuanto menos cohabitar tan cerca el uno del otro, y con intimidad tanta, que andaran por la tierra hechos una misma cosa el siervo y su señor. Y que habiendo llevado consigo un infolio de las Sagradas Escrituras, éstas se le abrieron por el pasaje en que Isaías profetiza a Nuestro Salvador en el Varón de Dolores, y da cuenta de sus indecibles padecimientos y vejaciones pasmosas, y de cómo el Justo sobre todo justo soporta nuestras culpas y carga con nuestros pecados para la redención del mundo.

Y que siendo el acusado afecto devoto de las muchas y notables efigies de la Pasión del Señor con que el arte de esta ciudad ha honrado sus templos, se le vino a las mientes el rostro del Jesús Afligido que en la Colegial del Salvador se venera, y después el del Señor con la Cruz a cuestas de San Lorenzo, pues ambos fueron siempre muy queridos de su ánimo, y que leyó de nuevo y de continuo a Isaías, y fijó la vista de sus entrañas en la de Jesús con la Cruz, meditando la verdad cierta de cómo el peso del madero no era el de su materia natural, sino el de todas las culpas, delitos y aberraciones del género humano. Y que siguió a esto el acometerle una aguda comezón en el cuello y por los hombros, y un como desgarro en el pecho, siendo la causa de tales dolores la lástima que le inspiraba ver a Jesús cargando con los desórdenes del mundo".

 

En este punto, el vuelco de la tinta sobre el manuscrito debió resultar especialmente aparatoso, pues los renglones siguientes se diluyen en un espeso marasmo negro, de traza ilegible. Acaso los aullidos del reo, o las chirriantes bisagras del potro de tortura, enervaron al escribano más allá de lo que hasta entonces había podido soportar. Como puede comprobarse, la información perdida parece ceñirse a una descripción más detallada de los dolores físicos que acometieron al acusado, en el cenit de su compasión hacia Jesucristo. La fluidez en la lectura se reanuda como sigue:

 

"...y que buscándole el sentido a tantas y tan diversas dolencias, principió a entender que el Señor deseaba hablarle a través de ellas, y responderle así a la súplica antedicha de que le mostrara el modo mejor de imitarle. Y que entendiendo con claridad cómo Jesús Nazareno le pedía compartiera con Él sus sufrimientos, y cayendo en la cuenta el acusado de que ya tanto y tan seguido había mortificado su cuerpo, movido por ese propósito, comprendió no eran penitencias lo que se le pedía, sino participar más entrañadamente del misterio del dolor por el que se venció al demonio y se derrotó a la muerte. Y puesto que ya había asumido la verdad del peso de la Cruz, que no era el de su madera sino el de las culpas universales, ése era también el peso que el acusado debía cargar sobre sus hombros, el de los peores delitos, el de los tremendos pecados por los que se alzó la Cruz del Redentor; que así como Jesús el Cristo (¿o debe leerse Jesu-Christo?) había llevado a sus espaldas la culpa de los asesinatos, las violencias y los robos, así él debía conocer, por propia experiencia, qué peso era éste y cómo portarlo. Que no fue por tanto el apetito homicida ni el instinto criminal el que le empujó a quitarles las vidas a tan inocentes personas como lo fueron sus víctimas, ni le arrebató la lascivia en el forzar a las muchachas, y mucho menos le pudo querencia alguna de cosas materiales en el robo de los dineros y alhajas que robó. Y que si profanó la real presencia de Jesús en el Sacramento, y el sagrado reposo de los muertos en sus sepulcros, y si lastimó y rompió el rostro al Jesús Afligido que tanta devoción le despertaba, fue justamente porque el pecado todo del hombre consiste en rebelarse contra su Creador y sus leyes más sagradas, y resultar ingrato con aquello a lo que más amor y reverencia debiera ofrecer de continuo. Que si hizo, en fin, tales cosas y tan horribles, lo hizo por compartir el dolor de Jesús Nazareno y ser uno con Él. Y que en tanto fue Cristo mismo quien le reveló el camino por el que seguirle, se halla tranquilo y seguro de la salvación de su alma, así como de las de aquellos a los que ofendió. Que así lo cree y lo confiesa, y que no tiene miedo a tormento, juicio ni sentencia alguna que puedan infringirle los hombres, pues su Señor está con él".

 

A estas alturas de la inaudita confesión, al alguacil de turno debió vencerle la furia. Resulta fácil imaginar que ordenara a los verdugos algún singular recrudecimiento en la tortura que se estuviera aplicando: un nuevo manchón de tinta así lo atestigua. De nuevo, una o dos líneas se nos perdieron para siempre. Tras ellas, poco le queda ya al interrogatorio:

 

"...y puesto se le concede añadir algo si quisiera a lo ya dicho, afirma que en efecto lo desea, pues le resta una consideración en la que los doctos en teología y autores de obras piadosas no acostumbran detenerse, y resulta sin embargo de suma importancia, a saber, que dado que Nuestro Señor sufrió en su carne los estragos todos de la culpa, con especial violencia le atacaron los del remordimiento, que son unos con los de la culpa; que al espasmo del remordimiento deben su atormentada figura los simulacros de Cristo en el santo trance de la Pasión; que Él mismo se nos reveló traspasado por la culpa a través de las Escrituras, en el grito por el que pide razón al Padre de haberle abandonado; que no era otro asunto sino el remordimiento lo que él veía de continuo en los ojos de Jesús Afligido".

 

Sebastián Martín, el acusado, falleció en el castillo de la Inquisición dos noches antes del auto de fe al que estaba destinado, estragado por los tormentos. Se le quemó, por tanto, "en efigie". Nadie, salvo sus jueces y torturadores, conoció en la ciudad el alcance completo de su delirio blasfemo, y, de hecho, aún permanecería oculto de no ser por la infatigable curiosidad archivística de don Antonio Domínguez Ortiz, maestro de maestros, quien me confesó que, tras leer los pliegos del caso de Sebastián Martín, se le sucedieron unas fatigosas pesadillas en las que un niño corría por el declive de una colina, huyendo de una inmensa bola de plomo que rodaba cuesta abajo a toda velocidad. Por último, creo innecesario aclarar que la transcripción ofrecida resulta de modernizar grafías y readaptar en lo posible la sintaxis.

 

Anterior entrega en este

 

Volver          Principal

www.lahornacina.com