En su búsqueda por revitalizar las imágenes cristianas, Rembrandt rechazó las heroicas imágenes de Jesús formuladas en su época y, en general, la majestad de los retratos tradicionales de Cristo. El pintor estaba interesado en Cristo como hombre y en cómo era percibido en su entorno, tanto por su familia y discípulos, como por las multitudes a las que predicaba. Esa capacidad de Rembrandt de abandonar los modelos establecidos fue lo que impresionó a otros maestros holandeses, caso de Jan Lievens y Jacob Backer, los contemporáneos más brillantes de Rembrandt, que intentaron rivalizar con sus obras.

Rembrandt parece no haber estado preocupado por las disputas teológicas contemporáneas. Era un protestante, ciudadano de una república protestante pero que acogía a todas las religiones, y es esta famosa tolerancia religiosa en la Holanda del siglo XVII la que está detrás de obras como la que nos ocupa.

Curiosamente, una de las fuentes de inspiración para su Crucificado provino de grabados de la obra de un gran artista católico: Peter Paul Rubens, el virtuoso orquestador del catolicismo barroco, quien proporcionó al holandés el punto de partida de su Cristo en la cruz conservado en la Colegiata de Saint-Vincent, en la localidad francesa de Le Mas-d'Agenais. Sin embargo, Rembrandt rechaza la idea de la hermosura de Cristo en su muerte, con una anatomía atlética basada en modelos antiguos, y nos ofrece un hombre debilitado y medio envuelto ya por la oscuridad que lo invade, mostrando su rostro demacrado y tenso la audacia de su creador.

Por tanto, el Cristo aquí representado es, simplemente, un hombre clavado al madero, lejos del icono glorioso e impasible dictado por la tradición. La cara tampoco es un arquetipo sino un rostro individualizado. Los estudios de Rembrandt sobre la expresión de las pasiones humanas encontraron en él su expresión perfecta.