ARTE EN EL VIA CRUCIS MAGNO. SEVILLA 2013 - ESTACIÓN XIII
JESÚS MUERE EN LA CRUZ

Sergio Cabaco y Jesús Abades


 

 

Desde un punto de visto iconográfico el Cristo expirante encarna como ninguno el sufrimiento y la tortura, pues se debate entre los padecimientos físicos y morales de lo humano y la escala de una divinidad subordinada al cuerpo que soporta el dolor. Por otro lado, posee connotaciones heroicas, ya que ha pasado la prueba prevista y se ofrece a una muerte que es el tránsito que le permite lúcido superar el pecado. Nos encontramos ya al luchador que ha logrado la victoria, pues está a un paso de ella y casi ha logrado la Redención.

El Cristo de la Expiración, obra documentada de la producción de Francisco Antonio Ruiz Gijón (1653-1720) que le ha proporcionado justa fama, supone el último gran eslabón en la evolución del Crucificado sevillano que concentra de forma genial en esta talla lo que otros imagineros han aportado durante el siglo XVII. La imagen fue contratada en 1682, aunque los trabajos se alargaron hasta el año 1687. El posterior nombre de "Cachorro" está envuelto en la leyenda: unos consideran que es la verdadera representación del León de Judá, otros piensan que el artista de Utrera (Sevilla) tomó como modelo a un gitano de las Herrerías, conocido con el sobrenombre de "Cachorro", que murió por aquellos días, no se sabe si en una riña o ajusticiado.

Esta maravillosa hechura cristífera, labrada en madera de cedro policromada con una altura de 189 cm, representa el momento mismo de la muerte, el periodo liminar de la agonía y la defunción. Sus ojos aún no se han cerrado, ni su boca ha plegado los labios, ni su cabeza ha caído sobre el pecho. La muerte ha llegado, como se manifiesta por ejemplo en la desecación de la piel, las mucosas y los labios, así como en la lengua ligeramente proyectada hacia afuera y pegada en la arcada dentaria, pero aún parece que sigue resbalando la sangre caliente sobre el pecho y el vientre del Crucificado.

Su perfecta anatomía revela las especiales dotes de observación por parte de Ruiz Gijón como imaginero, sobre todo en el tórax, que está en inspiración, y la espalda. La cabeza hacia lo alto, los brazos han perdido su fuerza y se angulan en 45º, el pecho henchido, el abdomen vacío, colocación exacta de los miembros inferiores, relajación de los músculos de los muslos, caída de los gemelos y estiramiento de los dedos del pie. Respecto al sudario, dividido en trozos que revolotean, ayudando a cierta idea de levitación, es uno de los más ricos en drapeados y agitación barroca de los crucificados sevillanos. Se acentúa el dramatismo por la cuerda que ciñe el perizoma y desgarra las carnes, siguiendo de una manera exagerada el sistema impuesto por Juan de Mesa.

Su expresión es uno de los momentos más sublimes del arte. La frente está surcada por heridas contusas y hemorragias. En la ceja derecha hay una lesión por una espina. La nariz afilada, como corresponde al síntoma premortal, edemas de párpados, hundimiento de las bolsas adiposas de los pómulos, señalamiento de las cuencas orbitarias y aparición de livideces. Ya sin visión en los ojos, aparece la opacidad de las córneas y, además, esto ocurre antes en un lado que en otro. La oscuridad o mancha triangular en la esclerótica se ha interpretado como el signo de Larcher o "mancha esclerótica", síntoma conocido por los médicos.

El Cristo de la Expiración supone la depuración del arte de Ruiz Gijón, siendo su mejor y más célebre obra, ya que es una figura que, por el tremendo realismo que tiene y su imponente fuerza expresiva, hace que atraiga enormemente al espectador. Se halla fijado a un madero de sección cilíndrica y arbórea, estucado y policromado al óleo. Las actuales andas sobre las que procesiona cada Viernes Santo desde su basílica del barrio de Triana tienen diseño y ejecución del tallista Manuel Guzmán Bejarano (1968-1998), con elementos de orfebrería cincelados por Juan Borrero, Francisco Fernández y Jorge Ferrer, arcángeles tallados por el escultor José Antonio Navarro Arteaga, y dorado y policromado de Manuel Verdugo.

La portentosa imagen ha conocido diversas restauraciones: en 1898 le colocaron ojos de cristal y se reparó una de las manos, por quedar enganchada en un balcón al transitar por la calle Placentines; entre 1939 y 1940 el escultor Agustín Sánchez-Cid Agüero consolidó los ensambles de la talla; en 1947 es retocada la policromía por Juan Miguel Sánchez; en 1973, tras el incendio fortuito que destruyó la titular mariana de la corporación y ocasionó graves desperfectos en la imagen del Crucificado, fue restaurado por Raimundo y Joaquín Cruz Solís.

 

Fotografía de Roberto Villarrica para www.fotoscofrades.com

 

FUENTES: GARCÍA DE LA CONCHA DELGADO, Federico. "Evolución de la imaginería en Sevilla. Los Crucificados", en Arte y Artesanos de la Semana Santa de Sevilla, volumen 2, Sevilla, 2000, pp. 84-87; HERMOSILLA MOLINA, Antonio. La Pasión de Cristo vista por un Médico, Sevilla, 1985, pp. 188-193; DELGADO ROIG, Juan. Los Signos de la Muerte en los Crucificados de Sevilla, Sevilla, 2000, pp. 48-52; MARTÍN VERA, Juan Bautista. El Escultor Francisco Antonio Ruiz Gijón. Vida y Obra de un Imaginero Sevillano del Siglo XVII, Bubok, 2010, pp. 67-70.

 

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